Tecnología
OpenAI baila entre el altruismo y el capitalismo con un giro legal
La IA más polémica del planeta vuelve a sus raíces, pero con un giro que dejará a todos rascándose la cabeza.

En un giro digno de un culebrón corporativo, OpenAI —esa entidad que juró salvar a la humanidad con algoritmos bondadosos— ha decidido que, después de todo, prefiere seguir disfrazada de Madre Teresa tecnológica. Tras meses coqueteando descaradamente con el capitalismo, la organización anunció con solemnidad que su estructura sin ánimo de lucro seguirá pilotando el barco, aunque ahora con un remolque llamado «corporación de beneficio público». Un híbrido tan creíble como un tiburón vegano.
Sam Altman, el sumo sacerdote de este circo, declaró con voz meliflua que la decisión surgió tras «escuchar a líderes cívicos» (léase: evitar demandas de fiscales). Mientras, Bret Taylor, presidente de la junta, soltó la perla del siglo: la nueva estructura permitirá «considerar los intereses de los accionistas y la misión». Porque nada dice «altruismo puro» como repartir dividendos con una mano y firmar manifiestos éticos con la otra.
Lo más hilarante es que nadie sabe qué porcentaje controlará la organización sin fines de lucro en esta farsa. Altman, en su llamada con periodistas, esbozó un plan tan vago como el horóscopo de un chatbot: la junta sin ánimo de lucro elegirá a los directores de la nueva entidad. ¿Traducción? Un juego de sillas musicales donde los mismos de siempre terminan sentados.
Las corporaciones de beneficio público, inventadas en Delaware en 2013, son ese placebo legal que permite a las empresas decir «queremos cambiar el mundo» mientras sus CEOs viajan en jets privados. Ejemplos como Coursera o Amalgamated Bank demuestran que el «bien social» puede estirarse como chicle: desde educar a las masas hasta… ¿vender cursos de meditación a ejecutivos estresados?
Altman, en un arranque de sinceridad involuntaria, admitió que esta metamorfosis les facilita hacer «cosas normales de empresas» (fusiones, adquisiciones, etc.). Eso sí, insistió en que rechazan dinero de inversores que no «aprecian su misión». Traducción: solo aceptan cheques de quienes finjan creer en hadas digitales.
El colmo llega con Elon Musk, cofundador y ahora demandante estrella, acusando a OpenAI de traicionar sus principios. Ironías aparte: el mismo hombre que convirtió Twitter en un parque temático del caos ahora exige pureza ideológica. Un juez federal, probablemente entre risas, desestimó parte de su demanda pero dejó vivo el espectáculo para 2025.
Mientras, los fiscales de California y Delaware husmean alrededor como inspectores de sanidad en un restaurante de lujo. ¿El menú del día? Una sopa de letras legal donde lo «sin fines de lucro» sabe a caviar y lo «público» huele a paraíso fiscal.
Lo que realmente asusta es el guión oculto: si OpenAI logra su IA general superhumana, ¿quién frenará a esta entidad esquizofrénica mitad monje, mitad broker? Por ahora, el show continúa: 400 millones de usuarios enganchados a ChatGPT, un valor de mercado obsceno y una misión tan flexible como un yogui en criptomonedas.

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