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Jueces federales entierran las esperanzas taurinas en la Ciudad de México

Los tribunales cierran el ruedo a la polémica tradición mientras empresarios luchan por revivirla.

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Foto: Agencia Reforma.

En un giro tragicómico digno de Los viajes de Gulliver, dos jueces federales —uno aspirante a ministro y otro representado por un títere burocrático— decidieron que en esta farsa llamada civilización, los toros ya no serán los únicos en salir trasquilados. Rechazaron suspender la reforma que convierte las plazas en museos de la nostalgia, donde solo se permitirán “espectáculos taurinos sin violencia”, eufemismo para decir que los empresarios deberán contentarse con torear a sombras chinescas.

El juez Gabriel Regis, en un arrebato de sensibilidad que seguramente le valdrá aplausos en su audición para ministro, declaró que la sociedad prefiere ver toros pastando felices en vez de ensartados como brochetas. Mientras, las empresas taurinas —cuyos accionistas incluyen a la sacrosanta familia Baillères— se rasgan las vestiduras alegando violaciones a los “derechos humanos” de quienes lucran con el ritual sangriento. ¡Vaya paradoja: los mismos que esquilman al erario ahora claman por justicia!

El gremio taurino, ese reducto de romanticismo decimonónico, enfrenta su Waterloo judicial. Los amparos presentados huelen a desesperación: desde invocar el federalismo (¡como si matar toros fuera comercio interestatal!) hasta pintar a los matadores como mártires culturales. La jueza Ochoa, en un gesto que Swift calificaría de moderadamente absurdo, admitió el recurso de un torero que, irónicamente, no pidió suspensión. Quizás prefiera esperar a que la Corte —esa asamblea de sabios que en septiembre renovará su elenco— le conceda el milagro de revivir su derecho a ensartar reses.

Mientras tanto, la plaza jurídica huele a derrota. La nueva ley es un muro infranqueable, y los jueces, antes tibios en este circo legal, ahora muestran una hostilidad hacia la tauromaquia que solo iguala su fervor por archivar casos de corrupción. Queda la pregunta incómoda: ¿realmente importa si prohibimos clavarle banderillas a un animal, cuando el mismo sistema permite ensartar diariamente a ciudadanos con impuestos y salarios de hambre? Pero eso, claro, es otra corrida.

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