Arozarena y el arte de salvar imperios con un bate

En un espectáculo que mezcla la geopolítica con el swing, Randy Arozarena, ese diplomático del bate que navega entre pasaportes, firmó la rendición de Minnesota con un hit tan oportuno como previsible. Los Marineros, eternos candidatos a “quizá el año que viene”, celebraron como si hubieran descubierto la penicilina en lugar de ganar un juego de junio.

Cal Raleigh, quien lidera las Grandes Ligas en jonrones (23, cifra que en cualquier otra época sería un chiste), hizo su aporte: un vuelo orbital en la séptima entrada que interrumpió brevemente el monólogo de Chris Paddack. Este último, tras lanzar como si estuviera en 1920 (8 entradas, 10 ponches), merecía perder por anacrónico.

La novena entrada fue un tratado de absurdos: Julio Rodríguez robó bases como si en Seattle regalaran acciones por ello, mientras Ryan Jeffers, receptor de los Mellizos, demostró que lanzar la pelota sigue siendo opcional en el béisbol profesional. Arozarena, siempre atento a los dramas ajenos, envió el esférico al jardín con la elegancia de quien firma un autógrafo bajo presión.

Los números finales —Castillo dominando seis entradas, Muñoz emulando a un reloj despertador en la novena— palidecen ante el verdadero protagonista: el marcador, ese tirano que convierte horas de juego en un guion de dos líneas. Los Mellizos, por su parte, se consolarán sabiendo que el béisbol es, ante todo, un ejercicio de estadísticas incomprensibles (¿4-0, Willi Castro? ¿Eso es un line-up o un código de barras?).

Así concluye otro capítulo de “Grandes Ligas: el reality”, donde los héroes llevan más banderas que un barco pirata y cada victoria es un espejismo en el desierto de una temporada interminable.