En un giro cósmico de ironía divina, el papa León XIV, vestido con sus mejores galas celestiales, lanzó un dardo envenenado contra el nacionalismo político desde su trono de mármol en la Plaza de San Pedro. Mientras miles de fieles aplaudían, el pontífice estadounidense —sí, el mismo que gobierna una institución con pasaporte Vaticano— pidió derribar muros, como si no viviera en el país más cercano a Dios: un estado sin fronteras visibles pero con guardias suizos de adorno.
“Donde hay amor, no hay prejuicios”, proclamó, olvidando mencionar que el amor universal de la Iglesia a veces excluye a divorciados, homosexuales y ateos. Su súplica al Espíritu Santo para “romper barreras” resonó como un eco en un planeta donde las naciones siguen jugando al Risk con vidas humanas. ¿Será que el cielo también tiene aranceles?
Con la solemnidad de un profeta moderno, León XIV condenó las guerras que “asolan el mundo”, aunque omitió señalar que algunos conflictos tienen bendiciones discretas de potencias “cristianísimas”. Su llamado a la paz en Ucrania y Gaza sonó noble, hasta que recordamos que la diplomacia vaticana suele moverse a la velocidad de un rosario en hora punta.
El papa, heredero de un Francisco que diagnosticó la “anestesia de la indiferencia”, ahora reparte placebos espirituales mientras los líderes políticos construyen trincheras ideológicas. Quizás el verdadero milagro sería que sus palabras se convirtieran en hechos… antes de que el próximo Pentecostés nos encuentre aún repartiendo culpas como monedas de Judas.