Trump declara guerra a las ciudades santuario con su particular sentido de la justicia

En un alarde de precisión demográfica digna de un adivino de feria, el presidente Donald Trump, durante su visita al idílico resort canadiense de Kananaskis (donde, por supuesto, ningún migrante indeseable perturba la paz de los líderes mundiales), aseguró con su habitual rigor científico que “la mayoría de los manifestantes en Los Ángeles ni siquiera eran de allí”. ¿Pruebas? Las mismas que sostienen sus promesas de campaña: aire caliente y una fe inquebrantable en su propia infalibilidad.

Mientras los líderes del G7 discutían temas aburridos como el cambio climático o la economía global, Trump, fiel a su estilo, decidió que era el momento perfecto para anunciar su última cruzada: una cacería humana en ciudades gobernadas por demócratas. “Ahí es donde están los criminales”, declaró, sin percatarse de que describía la trama de una distopía orwelliana mientras posaba frente a un paisaje alpino que parecía sacado de un folleto turístico.

Sus declaraciones, emitidas con la solemnidad de un edicto real, incluían perlas como “vean cómo Nueva York ha sido invadida”, como si Manhattan fuera el escenario de una película de zombis, pero donde los muertos vivientes llevan pasaportes vencidos. Las autoridades demócratas, en un ejercicio inútil de racionalidad, señalaron el pequeño detalle de que perseguir a migrantes por código postal podría ser, quizás, un poquito inconstitucional. Pero, ¿quién necesita la Constitución cuando se tiene Twitter (o Truth Social, su versión para escépticos de la realidad)?

Así, entre selfies con otros líderes y tuits escritos en pleno jet lag, el presidente confirmó lo que ya sospechábamos: para su administración, la justicia no es ciega, sino que tiene GPS programado para zonas azules en el mapa electoral. Y mientras el mundo discute políticas migratorias humanitarias, Trump demuestra que su estrategia se reduce a una máxima: si no puedes convencerlos con datos, aterrorízalos con fantasmas.