La industria de la belleza sigue matando mientras las autoridades miran

En un giro irónico digno de Los viajes de Gulliver, la Fiscalía de Jalisco investiga cómo una mujer pagó con su vida el delito de querer ajustarse a los estándares de belleza impuestos por una sociedad obsesionada con el bisturí. El escenario: un hospital en la exclusiva Colonia Mezquitán Country, donde la vanidad se cotiza en dólares y los certificados médicos en fotocopias.

Según el guion oficial, la víctima llegó puntual a su cita con la eternidad —perdón, con el cirujano— a las 13:00 horas. Horas después, su esposo recibió la llamada que todo cliente de estos templos del narcisismo teme: Venga rápido, su esposa tuvo un… incidente. Traducción: un paro pulmonar, el eufemismo favorito de quienes convierten quirófanos en salas de ruleta rusa.

Mientras la Unidad Especializada en Hechos de Sangre recoge evidencias (incluyendo un instrumental médico que probablemente valía más que la vida de la paciente), el conteo macabro sigue: cuatro muertes en 2025, todas con un denominador común —la palabra estético camuflando prácticas que harían vomitar a Hipócrates—.

Desde la reacción adversa en Jardines Alcalde (léase: cóctel químico administrado por alguien que confundió YouTube con una facultad de medicina), hasta el polímero mortal inyectado por un improvisado Dr. Frankenstein en Tlaquepaque, pasando por la turista estadounidense que descubrió demasiado tarde que clínica VIP en Puerto Vallarta significaba Very Incompetent Professionals.

Mientras tanto, las autoridades juegan al Detective de Encargo: aseguran quirófanos como si fueran escenas del crimen (que lo son), redactan carpetas de investigación que acabarán archivadas junto a los sueños de las víctimas, y repiten el mantra de siempre: Estamos investigando. Mientras, la industria de la belleza sigue su imparable marcha, porque como bien saben en Mezquitán Country: la demanda de cuerpos perfectos supera con creces la oferta de médicos que no maten a sus clientes.