Cooperstown corona a sus nuevos dioses del beisbol con rituales y nostalgia

En el santuario de Cooperstown, ese pueblo donde el beisbol se convierte en religión y las estadísticas en plegarias, cinco nuevos mártires fueron elevados al altar de los inmortales. La clase 2025 incluyó a dos lanzadores que hipnotizaron bateadores, un jardinero que convirtió hits en poesía y dos difuntos cuyos fantasmas recibieron ovaciones.

CC Sabathia, el gigante que aplastó sueños rivales con 3,093 ponches (y suficientes hamburguesas como para alimentar a un estadio), ahora verá su nombre esculpido junto a los dioses. Su hazaña más noble: ganar un anillo con los Yankees, ese equipo que los puristas odian pero cuyos récords veneran en secreto.

Billy Wagner, el zurdo que lanzaba fuego líquido, ingresó tras una campaña de 1,196 strikeouts. Su mayor logro: sobrevivir a cinco franquicias sin que ningún manager lo linchara por su mirada asesina.

Ichiro Suzuki, el samurái que convirtió el jardín derecho en su dojo, acumuló 3,089 hits sin necesidad de gritar “¡yo soy el mejor!” en inglés. Ironía: jamás ganó una Serie Mundial, pero tiene más guantes de oro que un joyero suizo.

Los fallecidos Dick Allen y Dave Parker fueron canonizados póstumamente, porque en el beisbol hasta la muerte espera a que el comité vote. Allen, cuyo número fue retirado tres meses después de su deceso (el timing burocrático es otro deporte), y Parker, quien luchó contra el Parkinson con la misma fiereza que contra los lanzadores en los 70.

La ceremonia, como siempre, fue un espectáculo de lágrimas, discursos interminables y nostalgia empaquetada. Porque en este deporte, los héroes no mueren: solo se convierten en estatuas que los niños tocan para pedir un hit en su próximo juego de little league.