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Internacional

Álvaro Uribe condenado a 12 años de prisión domiciliaria por soborno

Un fallo histórico sacude a Colombia mientras el expresidente enfrenta las consecuencias de su legado judicial.

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Foto: Agencia AP.

BOGOTÁ — En un giro digno de una tragicomedia barroca, el expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez fue condenado a 12 años de encierro dorado (léase: prisión domiciliaria en su hacienda) por el delito de intentar torcer el brazo de la justicia con la elegancia de un mafioso de telenovela. La jueza Sandra Heredia, en un acto que seguramente será recordado como “el día que Colombia intentó ser un país normal”, lo declaró culpable de sobornar testigos y jugar al laberinto legal, aunque —atención al detalle— le permitió evitar la cárcel común porque, al parecer, algunos animales son más iguales que otros.

Uribe, el eterno mártir de su propio relato, se declaró víctima de una “persecución política” mientras conectaba desde lo que imaginamos es una pantalla gigante en su biblioteca llena de bustos de sí mismo. “Para condenar predominó la política sobre el derecho”, clamó, olvidando convenientemente que durante su mandato la línea entre ambas fue tan fina como el papel de seda. La jueza, en un arranque de sinceridad judicial, señaló que el expresidente no solo intentó comprar testimonios como si fueran arepas en un mercado, sino que además su defensa usó tácticas dilatorias más creativas que un guionista de telenovelas.

Lo más hilarante —si no fuera trágico— es la justificación para la prisión domiciliaria: según la magistrada, Uribe podría huir del país para “eludir la sanción”, como si un hombre que ha convertido su nombre en un eslogan político pudiera esconderse en otro lugar sin que medio continente lo reconozca. Además, se argumentó que su encierro era necesario para la “convivencia pacífica”, lo que en lenguaje colombiano significa: “Para que sus seguidores no vuelvan a prender el país como si fuera un asado de fin de semana”.

Las reacciones no se hicieron esperar. Por un lado, Martha Peñuela Rosales, militante uribista, declaró entre lágrimas que “todo es mentira”, como si estuviera en el final de un capítulo de La Rosa de Guadalupe. Por el otro, manifestantes frente al juzgado coreaban que “la historia ya lo condenó”, aunque —ironías del destino— la sentencia no fue por los miles de cadáveres que dejó el paramilitarismo, sino por torpezas procesales. Así es Colombia: puedes ser sospechoso de masacres, pero si te pillan pagando un testigo, ahí sí caes.

El caso, que comenzó cuando Uribe intentó demandar a un senador por difamación y terminó con la justicia dándole la vuelta a la tortilla, es un resumen perfecto de la política colombiana: un circo donde los payasos llevan traje de Armani y los espectadores terminan pagando la función con sangre. Mientras el tribunal de segunda instancia se prepara para el siguiente round, una pregunta flota en el aire: ¿Es esto justicia o solo otro capítulo de la eterna novela de impunidad y polarización? Apuesten sus fichas, señores, porque en este país el único final feliz es el que se escribe en tinta invisible.

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