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La CDMX navega entre promesas y aguas negras

La capital mexicana se convierte en una Venecia improvisada mientras las autoridades prometen soluciones entre charcos.

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La Ciudad de México, esa majestuosa metrópoli que alguna vez fue un lago, decidió honrar sus raíces acuáticas con un espectáculo de inundaciones digno de Neptuno. El domingo por la noche, los cielos abrieron sus compuertas como si se tratara de una venganza divina por haber pavimentado Tenochtitlán. Mario Esparza, el zar del agua (que irónicamente no puede controlar ni un charco), anunció con orgullo que el Centro Histórico recibió 84 milímetros de lluvia, 50 de ellos en solo 20 minutos. ¿El resultado? 19.9 millones de metros cúbicos de agua bailando salsa en las calles mientras Clara Brugada, nuestra jefa de gobierno, pronosticaba con entusiasmo: “Septiembre será peor”. ¡Qué alivio saber que hay un plan!

Los récords, como los pozoles, se rompen a diario. Brugada, en un arrebato de nostalgia pluvial, recordó que la última gran inundación fue en 1952. “Pero esto es progreso”, parecen decir los ríos que ahora fluyen por Reforma. El Zócalo, convertido en alberca pública, ofreció filtraciones gratuitas en la Catedral y comercios, porque nada une más a los mexicanos que un buen chapuzón involuntario.

El Aeropuerto Internacional, siempre a la vanguardia, suspendió operaciones porque, al parecer, las pistas no son aptas para hidroaviones. Mientras 15 mil pasajeros maldecían su suerte, el drenaje —ese mito urbano— colapsó incluso en zonas “remodeladas”. El Metro, fiel a su tradición, celebró con un cortocircuito pirotécnico en la Línea 2, y el Metrobús se transformó en un servicio de balsas improvisadas.

Ante el caos, el Plan Tlaloque (nombrado en honor a los míticos ayudantes de Tláloc que claramente están en huelga) desplegó 140 elementos para rescatar a la ciudad de su propia ineptitud. Entre árboles caídos y autos convertidos en peceras, Brugada repitió el mantra oficial: “Extremen precauciones”. Mientras tanto, los 1,595 millones de pesos en equipo especializado brillaban por su ausencia, probablemente flotando en algún estacionamiento inundado.

Así, entre pomposos comunicados y aguas residuales, la CDMX demostró una vez más que el verdadero “rescate” es un deporte extremo practicado por sus habitantes. ¿La moraleja? En esta ciudad, más vale tener un kayak que confiar en las promesas de quienes gobiernan con paraguas de oro.

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