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El circo judicial del narco y la diplomacia de la farsa

La justicia se convierte en un espectáculo de negociaciones absurdas entre gobiernos y capos, donde las pruebas son el telón de una tragicomedia internacional.

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El Gran Teatro de la Justicia Internacional

En un giro argumental que dejaría en ridículo a los guionistas más creativos de Hollywood, la Suprema Directora del Circo Nacional, Claudia Sheinbaum, ha exigido con vehemencia que le muestren los trucos de magia probatoria antes de que comience el espectáculo principal. El acto estelar lo protagoniza Ismael “El Mayo” Zambada, un empresario de la logística farmacéutica no convencional, quien, en un arranque de patriotismo corporativo, ha decidido cantar como un canario en una corte de Nueva York.

La Mandataria, con la seriedad de un juez en un juicio de los Picapiedra, ha esgrimido el precedente del General Cienfuegos como si de un as de espadas se tratara. “¡Aquí no queremos ilusiones ópticas ni humo legal!”, pareció gritar desde su púlpito matutino, refiriéndose al bochornoso episodio en el que el Departamento de Anteojeras Estadounidense (DEA) intentó venderle un fantasma embotellado al gobierno mexicano. “Queremos pruebas de verdad, de las que se ven, se tocan y no se esfuman cuando un presidente pide ver la factura”.

El meollo del asunto, que es más enredado que una telenovela venezolana, radica en la esquizofrenia geopolítica de nuestro vecino del norte. Por un lado, designan a estos caballeros de la industria química ilegal como “grupos terroristas”, una etiqueta que suena mucho más glamurosa y justifica presupuestos billonarios. Por el otro, les ofrecen acuerdos de culpabilidad y reducen condenas como si estuvieran en el mercadillo de las sentencias, todo ello mientras predican la sagrada doctrina de “no negociar con terroristas”. La coherencia, al parecer, es la primera víctima de esta guerra.

Mientras tanto, el Señor Zambada alega haber sido secuestrado por el hijo de un colega suyo ya retirado, en lo que parece ser un servicio de entrega a domicilio para las autoridades yanquis. Una narrativa tan creíble como un billete de tres dólares, pero que se suma perfectamente al esperpento surrealista que define la “lucha” contra el narcotráfico: una coreografía perfecta donde los capos son a veces enemigos, a veces testigos colaboradores, y siempre los únicos que no pierden.

En este gran casino judicial, las extradiciones son las fichas, las declaraciones son las apuestas y la soberanía nacional es el premio consuelo que se reparten los jugadores entre tragos. La Presidenta, en un papel que oscila entre la celosa guardiana de la legalidad y la espectadora crítica de un juego amañado, insiste en una pregunta incómoda: ¿Cómo llegó este caballero a su destino? Una pregunta tan profunda y sin respuesta como el agujero negro de la hipocresía internacional.

El mensaje final, entre líneas, es una obra maestra de la sátira involuntaria: la colaboración entre estados sólo es posible cuando hay pruebas. Un concepto revolucionario, sin duda, que seguramente sorprenderá a todos aquellos que creían que la justicia se basaba en rumores, intereses geopolíticos y titulares de prensa.

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