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La violencia mancha el fútbol mexicano otra vez

La respuesta institucional se activa tras una jornada negra que deja graves incidentes. Las autoridades buscan cambiar la ley para disuadir a los violentos.

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La pasada jornada fue un recordatorio sombrío de una batalla que, desde mi experiencia en el mundo del fútbol, parece no tener fin. No son simples “episodios”; son heridas profundas que afectan la esencia misma de nuestro deporte. He visto de cerca cómo una tarde de celebración puede truncarse en segundos por la irracionalidad de unos pocos.

La Federación Mexicana de Fútbol y la Liga MX, ante estos hechos, han reaccionado anunciando un endurecimiento de sus protocolos de seguridad. He aprendido que los comunicados son necesarios, pero la verdadera prueba está en la ejecución constante en cada estadio, cada fin de semana. La teoría en el papel debe traducirse en acción efectiva en los accesos y gradas.

La trágica riña previa al partido de Puebla, que cobró una vida, ocurrió en la vía pública. Esto es crucial entenderlo: el problema no se contiene siempre dentro de los muros del estadio; se desplaza y se propaga en sus alrededores, un desafío logístico y de coordinación monumental que he visto subestimarse una y otra vez.

El altercado en el Estadio Akron, donde resultó lesionado un familiar de un jugador, subraya una vulnerabilidad constante. En mis años, he comprobado que la línea que separa la pasión del conflicto es absurdamente delgada. Que la denuncia se haya presentado ante el Ministerio Público es el camino correcto; la impunidad es el combustible de la violencia.

Los enfrentamientos entre aficionados de Tigres y América, tanto dentro como fuera del Universitario, confirman un patrón lamentablemente recurrente. He estado allí: la energía se envenena, los cantos se convierten en provocaciones y el ambiente estalla. No se soluciona solo con más policías; se necesita un trabajo cultural profundo con las porras y los clubes.

El anuncio de buscar tipificar la violencia como delito grave es, quizás, la medida más significativa. A lo largo de los años, he sido testigo de cómo las sanciones administrativas (suspensiones de estadios, multas) son insuficientes. El peso de la ley penal es un disuasivo necesario. Sin consecuencias jurídicas reales, el mensaje de cero tolerancia se diluye.

Las otras dos medidas—coordinar operativos con los tres niveles de gobierno y fortalecer los insumos de inteligencia—suenan bien en un plan de crisis. Pero la lección práctica que repito siempre es: la coordinación interinstitucional es el verdadero cuello de botella. He visto fracasar brillantes planes en el papel por la falta de comunicación en tiempo real entre clubes, liga y autoridades. La inteligencia debe ser compartida y actuar de inmediato, no archivarse en un reporte.

La cruda realidad, aprendida en décadas, es que no existe una solución única. Es una combinación de ley firme, operativos impeccables, inteligencia preventiva y, sobre todo, un cambio cultural liderado por los clubes. El camino es largo, pero comenzar con la voluntad de endurecer las consecuencias legales es un paso indispensable en la dirección correcta.

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