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La guerra silenciosa por los pulmones de la Ciudad de México

La lucha por el agua y el aire de la ciudad se libra en las entrañas de sus cerros, donde la explotación clandestina amenaza el frágil equilibrio ecológico.

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Imaginemos por un momento que los cerros de la Ciudad de México no son solo montañas de roca, sino los órganos vitales de una metrópoli gigante. La reciente clausura de 17 minas clandestinas en Tláhuac e Iztapalapa no es una simple noticia de aplicación de la ley; es el equivalente a detener una hemorragia interna en el sistema circulatorio de la capital.

La Secretaría del Medio Ambiente (Sedema) ha identificado que en la urbe no existe autorización alguna para la extracción de materiales pétreos, haciendo de toda esta actividad una práctica ilegal. Estas operaciones se ejecutaban en el corazón geológico de la ciudad: la Sierra de Santa Catarina, una formación volcánica que converge entre Tláhuac e Iztapalapa.

Pero aquí está el pensamiento disruptivo: ¿y si en lugar de solo clausurar, comenzamos a revalorizar radicalmente estos espacios? La extracción de tezontle, basalto y arena no solo remueve la cubierta vegetal y desestabiliza laderas; es como extraer órganos de un paciente vivo. Esta práctica altera la infiltración natural del agua a los mantos freáticos, genera polvo tóxico, ruido y vibraciones que afectan directamente a la población.

La Sierra de Santa Catarina, con sus 2.166 hectáreas, es mucho más que tierra y roca: es un banco genético del Eje Neovolcánico que alberga especies en riesgo crítico como el halcón peregrino, el clarín jilguero y el murciélago hocicudo. Su explotación fragmenta hábitats, acelera la erosión y aumenta el azolvamiento en temporada de lluvias, con impactos directos en la ecología local y en la calidad del aire que respiran millones.

He aquí la perspectiva revolucionaria: el suelo de conservación representa el 59% del territorio de la capital, más de 88.400 hectáreas que aportan hasta el 70% del agua potable que consume la ciudad, regulan el clima, capturan carbono y resguardan el 12% de la biodiversidad registrada en el país. Proteger este territorio no es solo conservacionismo: es una estrategia de seguridad nacional hídrica y sanitaria.

El caso del cerro de Xaltepec, en Santiago Zapotitlán, es sintomático de un problema más profundo: en 2019 fue clausurado, pero los sellos fueron violados y la extracción ilegal de arena, tezontle y grava continuó. Esto nos plantea una pregunta provocativa: ¿estamos combatiendo las consecuencias en lugar de la causa? La economía clandestina encontrará siempre formas de evadir prohibiciones mientras exista demanda de materiales de construcción.

La solución disruptiva podría venir no de más clausuras, sino de reinventar completamente la economía de estos territorios. ¿Y si convertimos estas zonas en centros de investigación geológica y ecoturismo científico? ¿O desarrollamos programas de empleo verde que paguen a las comunidades locales por proteger el subsuelo en lugar de extraerlo? El verdadero innovation challenge no es detener la minería ilegal, sino hacer que la conservación sea más valiosa económicamente que la destrucción.

Proteger estos territorios es proteger la calidad de vida de más de 10 millones de habitantes, pero requiere un cambio de paradigma: dejar de ver estas áreas como tierras inertes y comenzar a reconocerlas como infraestructura crítica natural, tan esencial como las carreteras o los hospitales. El futuro de las megaciudades dependerá de nuestra capacidad para entender que su verdadera riqueza no está en lo que podemos extraer de la tierra, sino en lo que la tierra ya nos proporciona gratuitamente: agua, aire limpio y equilibrio ecológico.

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