La pedagogía del escarnio en la Escuela de la Paz

En el sagrado recinto de la llamada Escuela de Formación por la Paz, un templo donde se adoctrina a las nuevas generaciones en las artes de la oratoria revolucionaria y la doble moral ejemplar, se escenificó una lección magistral de cinismo contemporáneo. El sumo sacerdote de la diatriba, el senador Gerardo Fernández Noroña, acababa de recibir una ovación cerrada por su encendida defensa de los derechos de la mujer, un discurso tan emotivo como hueco, tan grandilocuente como desprovisto de autocrítica.

La liturgia progresista, sin embargo, se vio interrumpida por una hereje. Victoria Montes de Oca Castañeda, una simple estudiante de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma del Estado de México, osó cometer el sacrilegio de aplicar la teoría impartida a la práctica observada. Con la inocencia de quien aún cree que las palabras significan lo que dicen, la joven cuestionó la abismal brecha que separa los sermones de santidad pauperística del legislador y su vida mundana en una lujosa morada de 12 millones de pesos en Tepoztlán, un monumento a la austeridad republicana.

Pero el colmo del desatino fue preguntar por la congruencia. ¿Dónde quedaba, interrogó la muchacha, el hombre feminista que acababa de hablar cuando, en el hemiciclo, había despedazado a la senadora Lilly Téllez con el célebre mantra misógino de que “tú no estás para debatir, estás para lavar trastes“? La audiencia, educada en la fe morenista, contuvo el aliento. Se había quebrado el hechizo.

El sumo pontífice de la invectiva se irguió, herido en su orgullo. La interrupción no fue una réplica, sino un acto de autoridad patriarcal. “Espérenme, espérame…“, vociferó, tratando de apagar la voz incómoda con el volumen de su propia megafonía. La estudiante, agarrada al micrófono como a un clavo ardiente, espetó: “Estoy hablando, ¿me permite hablar?“. Un grito anónimo desde el público exigió respeto para la joven. La ironía era tan densa que se podía cortar con un cuchillo: había que pedirle a un paladín de la democracia que permitiera el derecho a la palabra.

El legislador, entonces, adoptó la pose del ofendido, del hombre de honor injustamente calumniado. No pedía debate, pedía una fuente. “Cite de dónde sacó esa frase“, exigió, como si la verdad dependiera de una referencia bibliográfica y no de las cámaras que lo grabaron. La joven, con una paciencia digna de una pedagoga frente a un alumno particularmente obtuso, le recordó que sus palabras habían corrido como pólvora en todas las noticias. El senador no negó la esencia, se aferró a la forma. No era misógino, sólo era víctima de una cita fuera de contexto.

En este circo de lo absurdo, la lección final no fue sobre paz o democracia, sino sobre el funcionamiento del poder: se puede predicar la igualdad desde un púlpito de privilegio, se puede defender a la mujer mientras se la silencia, y se puede clamar por la verdad mientras se exige una factura para cada evidencia. La verdadera formación que impartía esa escuela era la de aprender a aplaudir el discurso y a cerrar los ojos ante la realidad. Una lección que, al parecer, todos los presentes, excepto una valiente estudiante, ya habían aprobado con honores.

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