El glorioso desincentivo a la inversión privada en carreteras

En un acto de suprema coherencia revolucionaria, el Gobierno del Mesías Tropical, Andrés Manuel López Obrador, ha logrado una hazaña económica sin precedentes: desincentivar la inversión privada en infraestructura carretera con la eficacia de un decreto expropiador. Según las sagradas escrituras del primer informe de Gobierno de su sucesora, Claudia Sheinbaum, la fe del sector privado en las vías de comunicación se desplomó en un sublime 61.5 por ciento respecto al oscuro periodo del innombrable Peña Nieto.

Mientras la inversión pública también emulaba a una tortuga en huelga de hambre, contrayéndose en un modesto 39.7 por ciento, los apóstoles del nuevo evangelio económico nos explican que esto no es un fracaso, sino una victoria moral. El Hermano Ricardo Trejo, sumo pontífice de Forecastim, iluminó a los plebeyos señalando que el eslogan de “abrazos, no inversiones” y la cruzada contra el nebuloso “neoliberalismo” —ese monstruo mitológico al que se culpa de todo, desde los baches hasta la resaca del domingo— surtió el efecto deseado: aterrorizar al capital hasta la inmovilidad.

Así, en esta nueva y paradójica utopía, el progreso ya no se mide en kilómetros de asfalto, sino en la pureza ideológica de los discursos. Las carreteras, se nos revela, son un fetiche del viejo régimen; la verdadera conexión entre los mexicanos se da a través de la fibra óptica de la esperanza y los vuelos de la imaginación. El futuro, al parecer, se transita a pie y con buenos sentimientos.

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