En un sublime acto de teatro acuático que supera cualquier producción humana sobre la maternidad, la ciudadana submarina J36, de la castigada comunidad de Residentes del Sur, fue sorprendida ejerciendo de funeraria itinerante. Su performance, titulada “Elegía para una cría que no probó el salmón”, consistía en empujar el cadáver de su recién parida con la tenacidad de un político aferrándose a un eslogan vacío.
La escena, verificada por un panel de científicos que hacen las veces de cronistas de esta decadencia, nos regala la metáfora perfecta de nuestra era: una madre en un océano vacío, acunando el futuro muerto que le hemos robado. Su manada, reducida a un exclusivo club de setenta y tres miembros, es el espejo distorsionado de una sociedad que, mientras celebra sus avances, navega en un barco que hace agua por los cuatro costados.
¿La causa de este sainete trágico? La implacable maquinaria del progreso, por supuesto. Nos hemos dedicado con ahínco a diezmar los salmones Chinook, el equivalente marino a cerrar todos los supermercados, mientras inundamos su salón con la contaminación acústica de nuestros yates y la basura química de nuestra indiferencia. Exigimos que las orcas se reproduzcan para nuestro deleite ecoturístico, pero les negamos el plato principal y les cobramos entrada por el espectáculo de su propia agonía.
Así, el duelo de la orca J36 no es un simple suceso natural. Es el más elocuente y mudo discurso de protesta contra el régimen del absurdo en el que vivimos. Mientras ella carga con el cuerpo de su esperanza, nosotros, en la superficie, seguimos discutiendo los beneficios económicos de construir un oleoducto más. La verdadera criatura en peligro de extinción no es la que lleva el cadáver, sino la que lo observa sin comprender que está viendo su propio reflejo.