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El Divino Latrocinio y la Bocina Sagrada

En un acto de refinado gusto delictivo que ha conmocionado a los feligreses y a los entendidos en el mercado negro de objetos sacros, la parroquia de Santa Ana Hueytlalpan fue víctima de un robo metafísicamente ambiguo. Los ladrones, con la delicadeza de un elefante en una cacharrería litúrgica, no se conformaron con llevarse el Sagrario y las hostias consagradas —el cuerpo y la sangre de nuestro Señor—, sino que, en un alarde de ecumenismo materialista, también aligeraron una bocina de gran tamaño, probablemente para proclamar las buenas nuevas… del mejor precio.

El suceso, ocurrido en la consagrada hora de las tres de la madrugada —momento en que los vecinos escuchan ruidos pero, por una extraña parálisis piadosa, deciden no ver nada—, ha dejado al descubierto no solo un boquete en la pared, sino el agujero negro de la lógica moderna. La comunidad, consternada, se pregunta: ¿qué clase de hereje contemporáneo equipara el valor de la divina eucaristía con el de un aparato de sonido? Claramente, estamos ante un crimen de proporciones teológicas: un hurto que desafía la jerarquía celestial de los bienes terrenales.

Ante tal afrenta, la feligresía no ha dudado en organizar una misa de desagravio, un acto de reparación cósmica para apaciguar la ira divina provocada por el ultraje. Sin embargo, la ceremonia debe celebrarse en el templo vecino de Metepec, pues el de Santa Ana, al carecer de su Sagrario, ha quedado teológicamente incapacitado para albergar liturgias. Una situación que plantea un fascinante dilema burocrático-celestial: ¿acaso la gracia de Dios depende de un recipiente de metal robado? La fe mueve montañas, pero al parecer, no puede suplir un armario eucarístico.

Mientras, el párroco ha hecho un patético y conmovedor llamamiento a la conciencia de los ladrones: suplica que devuelvan el Sagrario, dejándolo en un lugar visible para “preservar el respeto al sacramento”. Una negociación peculiar donde se pide a los criminales que, por favor, sean amables con la divinidad que acaban de profanar. En el grandioso teatro de lo absurdo, los pobladores exigen, con toda razón, mayor seguridad. Porque en estos tiempos revueltos, hasta los milagros necesitan vigilancia.

Este incidente no es una simple pérdida material; es un espejo deformante de nuestra era. Donde lo sagrado y lo profano se mezclan en el mismo saco del hurto, y donde la fe debe competir, en el mercado de las prioridades, con el valor de reventa de una bocina. Jonathan Swift, en su modestia, nunca lo hubiera imaginado.

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