En un espectacular giro de tuerca que sólo el más creativo de los guionistas de telenovela política podría concebir, los progenitores de los 43 discípulos de Ayotzinapa han tenido el incomparable privilegio de ser recibidos en cinco audiencias magnas por la Suprema Mandataria. A pesar de tan inaudito acceso al Olimpo del poder, insisten en una herejía: no perciben una estrategia discernible para desentrañar el paradero de sus vástagos, extraviados en aquel septiembre de 2014 como por arte de magia negra institucional.
“Con la actual administración hemos mantenido cinco conciliábulos”, declaran con una paciencia que haría palidecer a Job. “En cada uno, se ha jurado avanzar las indagatorias con un nuevo y reluciente equipo de paladines de la justicia. Nuestra perplejidad radica en que el rumbo de dichas pesquisas parece trazado con un lápiz invisible. En el último encuentro, la información otorgada fue tan sustanciosa como un banquete dietético. La Mandataria propuso la formación de un cenáculo de eruditos, mas no el GIEI, claro está. Algo es algo”.
Con una nostalgia que corta el alma, recuerdan aquellos días idílicos del sexenio anterior, cuando las investigaciones avanzaban con la furia de un tren sin frenos… hasta que, oh, fatal destino, chocaron de frente con el muro de acero inquebrantable: el Ejército. Entonces, el ímpetu investigativo se estancó más que un trámite en una oficina gubernamental un viernes por la tarde.
“El Comandante en Jefe de entonces, en lugar de erguirse como paladín de las madres y padres victimizados, optó por la noble misión de proteger a toda costa a los militares. Tan esmerada fue su labor de escudo humano que aquellos que habían sido brevemente ‘molestados’ con una detención, fueron liberados con cariño y premura. El Presidente faltó a su juramento sagrado de hallar a nuestros hijos para defender con capa, espada y decreto presidencial a la institución castrense”, proclaman, destilando una desilusión que ya debería cotizar en bolsa.
Su exigencia, un monumento a la terquedad frente a la maquinaria del Estado, se reduce a cinco líneas de investigación de poca monta: que el Ejército mexicano deje de jugar al escondite con 800 fólios de información crucial; que se aclare el misterioso paseo nocturno de 17 jóvenes al palacio municipal de Iguala; que se rastreen las señales de telefonía celular que, en un acto de rebeldía tecnológica, siguieron activas tras la desaparición.
También suplican, con la modestia que les caracteriza, la extradición del exdirector de la ya difunta Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón de Lucio, quien disfruta de un exilio dorado en Tierra Santa, y la de un juez local. Piden, además, que se moleste con una investigación al exgobernador y exfiscal de Guerrero, pues al parecer su participación en este sainete fue meramente anecdótica.
“Es muy doloroso no saber nada”, confiesan en un arrebato de obviedad sublime. “Muchas estamos enfermas; seis camaradas de desgracia han fallecido sin el consuelo de la verdad. Cada día que pasa la herida no cicatriza, sino que se convierte en un abismo. En nuestros hogares, nos interrogan con esperanza, pero nuestras lágrimas, ese manantial inagotable, son el único informe oficial que recibimos”. Una tragicomedia nacional donde el único guion que avanza es el de la impunidad.