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El Congreso decreta la minoría de edad perpetua para la capital

En un arrebato de paternalismo legislativo que hubiera enrojecido las mejillas de un monarca absoluto, la Cámara de Representantes, custodiada por más efectivos que un estado en guerra, ha decidido que los habitantes de Washington DC necesitan que les laven la ropa, les lean los cuentos y, sobre todo, les dicten las leyes. La sagrada cámara, en su infinita sabiduría, ha decretado que la madurez es un concepto elástico: a los dieciocho años se es lo suficientemente adulto para ir a la guerra, pero no para que la ciudad que alberga el Capitolio se gobierne a sí misma.

Bajo el pomposo título de “Ley de Crímenes de DC”, los ilustres congresistas han resuelto el complejo problema de la delincuencia juvenil con la sutileza de un ariete: si un joven comete un delito, simplemente se le deja de considerar joven. ¡Eureka! La edad de imputabilidad retrocede mágicamente hasta los dieciocho años, porque ¿qué mejor solución que tratar a los adolescentes como adultos cuando el problema es que aún no lo son? Las sentencias, por supuesto, deben equipararse a las de los maduros criminales de veinticinco años, porque la equidad es tratar igual lo diferente.

El colmo de esta farsa burocrática es la obligación de crear un portal web donde se exhiban, como trofeos de caza, las estadísticas de la criminalidad juvenil. Nada dice “prevención” como el escarnio público digitalizado. La medida fue aprobada con el fervoroso apoyo de treinta demócratas que, al parecer, sufrieron un momentáneo eclipse de principios y creyeron estar votando por una rebaja de impuestos.

Mientras tanto, las calles de la capital nacional parecen el plató de una distopía mal escrita: miles de efectivos de la Guardia Nacional patrullando como extras en una película de ocupación militar, gracias a una orden de emergencia presidencial que ya expiró pero cuyo espíritu perdura como un mal olor. Los republicanos, antiguos paladines del gobierno reducido, hojean ansiosos la Constitución en busca de la cláusula que convierte a la capital en su guardería política particular.

La representante Jasmine Crockett, con la lucidez de quien ve al emperador desnudo, denunció que el partido del “pequeño gobierno” ahora aspira a ser el “gobierno más grande imaginable”. Una paradoja tan deliciosa que Swift himself la hubiera incluido en “Los Viajes de Gulliver”.

El presidente del Comité de Supervisión, James Comer, justificó este despropósito arguyendo que las nuevas directrices se aplicarían solo a “delitos graves, como el asesinato”. Porque todos sabemos que lo que realmente disuade a un potencial homicida es la perspectiva de ser juzgado como adulto en lugar de como adolescente. La brillantez de esta lógica es tan deslumbrante que duele.

Mientras los think tanks de justicia penal se rascan la cabeza preguntándose por qué el Congreso federal se entretiene en microgestionar los tribunales juveniles de una ciudad, los residentes de DC contemplan, atónitos, cómo su autonomía se esfuma entre votaciones y decretos. Darby Hickey, del DC Justice Lab, lo resumió con una precisión que corta como un cuchillo: el Congreso está “usurpando nuestra capacidad para hacer nuestras propias leyes”. Pero ¿qué puede esperarse de un distrito federal donde sus habitantes tienen más representación en las Naciones Unidas que en el propio Capitolio?

El Senado aguarda ahora como último bastión de cordura, donde esta tragicomedia legislativa podría encontrar su final… o su segundo acto. Mientras tanto, Washington DC sigue siendo el laboratorio perfecto donde se experimenta con el oxímoron de la “democracia paternalista”.

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