LA PAZ, Bolivia — Una movilización masiva de trabajadores de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL) paralizó este jueves el corazón administrativo de La Paz. No era una protesta más; era el grito de auxilio de un sector que asegura estar siendo sistemáticamente saqueado, mientras las autoridades, según ellos, miran hacia otro lado.
Cientos de obreros, ataviados con sus cascos de seguridad y portando pequeñas banderas tricolor, avanzaron con determinación. El estruendo de pequeñas cargas de dinamita, un sonido tradicional en las protestas mineras, resonó en las calles, anunciando su llegada a la Plaza Murillo, epicentro del poder político del país. ¿Su demanda inmediata? Acciones concretas contra una red de minería ilegal, invasión de predios y el hurto de recursos minerales que, aseguran, opera con impunidad.
Pero, ¿qué hay detrás de esta manifestación? ¿Se trata solo de conflictos limítrofes entre cooperativistas y asalariados, o existe una estructura más compleja y organizada de pillaje?
Andrés Paye, dirigente de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, no duda en su diagnóstico al hablar con la prensa. “Nuestras concesiones han sido invadidas por ladrones y buscadores privados que no respetan las áreas de trabajo”, afirma. Su declaración no es solo una acusación genérica; es un señalamiento directo a la inoperancia de las instituciones. Paye cuestiona con dureza a la justicia y al gobierno del presidente Luis Arce: ¿Por qué no hay procesos penales abiertos sobre estos conflictos? ¿Dónde están los detenidos por los casos de robo de mineral que, según sus cálculos, generan pérdidas millonarias al erario nacional?
Las promesas del Ministerio de Minería han sido, hasta ahora, la única respuesta oficial. El ministro Alejandro Santos prometió esta semana “mano dura” contra los buscadores clandestinos. Sin embargo, los hechos en el terreno parecen contradecir la firmeza discursiva. Documentos internos a los que se tuvo acceso revelan que varios yacimientos de propiedad estatal reportan robos recurrentes en horarios nocturnos y durante los fines de semana, cuando la actividad cesa. No se trata de extracciones artesanales, sino de operaciones coordinadas que requieren logística y, posiblemente, complicidad interna.
La trama se profundiza al conectar los puntos: el norte de Bolivia, específicamente la región de La Paz, se ha convertido en el foco principal de esta extracción clandestina. Las pancartas de los manifestantes, con consignas como “Respeto a las áreas de trabajo”, apuntan directamente a esta zona caliente, donde la delimitación de concesiones se vuelve borrosa y conveniente para quienes operan al margen de la ley.
El trasfondo económico es ineludible. El sector minero, tanto estatal como privado, es una arteria vital para la economía boliviana. La exportación de zinc, estaño, plata y oro hacia mercados clave como India, Japón, China y Emiratos Árabes Unidos depende de la producción formal. Cada mineral sustraído ilegalmente no es solo una pérdida inmediata; es un recurso que deja de financiar servicios públicos y desarrollo para el país.
Tras la marcha, las autoridades gubernamentales convocaron a una reunión urgente con los dirigentes sindicales. ¿Será esta la chispa que finalmente impulse una investigación a fondo y acciones decisivas, o quedará en otra reunión de compromiso que se diluye en la burocracia?
La investigación persiste. La pregunta central sigue en el aire: la minería ilegal en Bolivia, ¿es un problema de pobreza y subsistencia, o es el síntoma de una red de corrupción y tráfico de influencias mucho más profunda que drena las riquezas nacionales a vista y paciencia de todos? La verdad, como el mineral codiciado, aún espera ser excavada.