En un alarde de previsión ejemplar, la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) ha anunciado, con la pompa y circunstancia que caracteriza a la alta función pública, que procederá a realizar una nueva evaluación ambiental a un proyecto que, oh sorpresa, ya lleva meses con el hormigón vertido y las grúas en funcionamiento. La Dirección General de Impacto y Riesgo Ambiental (DGIRA), en un arrebato de celo regulatorio post-hoc, decidió que quizás, solo quizás, deberían echar un vistazo a ese asuntillo del cuarto muelle de cruceros en la paradisíaca Cozumel.
La Subsecretaría de Regulación Ambiental, en un ejercicio de déjà vu administrativo, ha anulado magnánimamente la resolución de impacto ambiental que ella misma emitió en diciembre de 2021. La decisión, tomada con la velocidad propia de un glaciar en época de sequía (apenas cuatro años después de la autorización original), llega como respuesta a las quejas de unos insensatos habitantes de la isla que se atrevieron a preocuparse por la integridad de los ecosistemas marinos, esos detalles sin importancia que suelen estorbar el progreso y el flujo de dólares turísticos.
La Secretaría, con una cara más dura que el propio arrecife que pretende “proteger”, ha reiterado su inquebrantable compromiso con la transparencia y la protección del patrimonio natural. Un compromiso tan firme que solo requiere de una construcción avanzada y de protestas ciudadanas para activarse. Aseguran que la conservación de la biodiversidad es una prioridad en esta administración, una prioridad que, al parecer, ocupa un cómodo segundo lugar después de que los contratos se firmen y las excavadoras comiencen a rugir.
El colmo de esta farsa ecologista lo protagoniza la empresa Muelles del Caribe, que inició las obras con un plan de mitigación ambiental que, he aquí el detalle, omitía convenientemente la existencia de un gran arrecife justo en el lugar designado para la obra. Un pequeño descuido cartográfico, sin duda. Fue necesaria la movilización de vecinos y activistas, armados con nada más que su indignación y el molesto hábito de creerse eso de que el medio ambiente es de todos, para que la maquinaria de la Semarnat se lubricara y comenzara su lenta y teatral revisión.
Así, damas y caballeros, funciona el sublime mecanismo de la justicia ambiental al estilo nacional: primero se autoriza, luego se construye, después se protesta y, por último, si el escándalo es lo suficientemente grande, la burocracia se viste de verde y anuncia con orgullo que va a evaluar los impactos de lo que ya es un hecho consumado. Un final feliz para todos, excepto, quizás, para los peces y corales que ya tienen un muelle como nuevo techo.