Lluvias en Chiapas colapsan puentes y dejan comunidades incomunicadas

La Furia de la Naturaleza y la Vulnerabilidad de Nuestra Infraestructura

He sido testigo de numerosas emergencias a lo largo de los años, pero la noticia del colapso de los puentes Tablazón I y Pacayal en Mapastepec, Chiapas, me golpea con una familiaridad triste. No es solo una nota informativa; es un recordatorio crudo de cómo los fenómenos meteorológicos extremos exponen las debilidades de nuestra infraestructura y el verdadero costo humano que esto conlleva. Las intensas precipitaciones no solo anegaron calles; quebraron literalmente las arterias vitales que conectan a comunidades enteras.

La experiencia me ha enseñado que cuando una carretera principal se cierra, como la Costera que va de Mapastepec a Tapachula, el caos inicial es inevitable. La Secretaría de Protección Civil activa sus protocolos, como lo hizo su titular, Mauricio Cordero Rodríguez, y se buscan rutas alternativas. Sin embargo, en la práctica, estas soluciones suelen ser parches. La ruta habilitada, solo para vehículos grandes a través del ejido Abraham González y Sesecapa, es un ejemplo clásico: alivia parcialmente el problema del transporte de mercancías, pero deja a la gran mayoría de la población, aquellos en automóviles particulares o a pie, completamente varados. Es en estos momentos cuando la desesperación ciudadana se palpa en el ambiente.

He visto demasiadas veces el patrón que se repite: la infraestructura colapsada tiene un efecto dominó. El derrumbe del puente Tablazón I no solo es un problema de transporte; afectó el suministro de agua potable. El Sistema de Agua Potable y Alcantarillado Municipal (SAPAM) reporta daños en su tanque de almacenamiento, dejando a barrios enteros sin servicio. Una emergencia se multiplica: ahora es también una crisis de acceso al agua limpia.

Pero donde más se ve el carácter de la gente es en su respuesta. Las imágenes de ciudadanos formando cadenas humanas y usando cuerdas para cruzar a pie los escombros de los puentes colapsados son, a la vez, admirables y aterradoras. Desde mi perspectiva, esto es un acto de resiliencia extrema, pero también una muestra del riesgo enorme al que se ven obligados por la necesidad. Como bien pidió el Gobernador Eduardo Ramírez, lo primordial es salvaguardar la integridad, pero comprendo perfectamente la angustia de quien se siente atrapado y aislado.

La lección aprendida que quiero compartir es que la gestión de riesgos no termina con la habilitación de un albergue temporal, como los activados en el Salón San Pedro Apóstol o la Unidad Deportiva. Es un trabajo continuo. El reporte del puente en La Concordia con agrietamientos y hundimientos es una señal de alarma que no puede ignorarse. Acordonar el área es el primer paso correcto, pero debe seguirle una evaluación técnica profunda y una inversión seria en infraestructura resiliente.

Sabemos, porque el Sistema de Alerta Temprana así lo pronostica, que las lluvias continuarán. La situación de alerta persiste. La verdadera prueba no es solo cómo respondemos en el momento del desastre, sino cómo nos preparamos para el siguiente. La reconstrucción de estos puentes debe ir más allá de replicar lo que había; debe incorporar el conocimiento de lo que falló para construir algo más fuerte, más seguro y que realmente sirva a las comunidades que dependen de ello. La sabiduría práctica nos dice que invertir en prevención duele menos al bolsillo, pero salva muchas más vidas que cualquier operativo de emergencia.

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