La burocracia de la muerte en el sismo del 85

CIUDAD DE MÉXICO.- Cuatro décadas después, el sepulturero Raúl Flores García perpetúa el relato oficial de aquel espectáculo dantesco orquestado por la divina providencia y la magnánima ineptitud estatal. El terremoto de 1985, ese gran equalizador social que democratizó la muerte, lo convirtió de aprendiz de cavahoyos en un eficientísimo funcionario de la industria del óbito, pasando de inhumar un cadáver quincenal a gestionar siete al día, todo un récord de productividad para el subdesarrollo.

“Fue un prodigio logístico del absurdo”, declara con la solemnidad de un burócrata describiendo el trámite para una licencia de funcionamiento. “Donde hoy se erige el templo del consumo llamado Plaza Delta, antes se alzaba el Parque de Beisbol, reconvertido por obra y gracia del destino en el almacén central de decesos no reclamados. Una pirámide de cuerpos ciudadanos, convenientemente refrigerados con hielo de dudosa procedencia, esperaba su turno para ser procesados por la maquinaria administrativa de la tragedia”.

El joven Raúl, con 17 años, se inició así en el más cruento de los capitalismos: el de la fosa a destajo. La jornada laboral se extendía más que la sombra de la incompetencia: de día, excavaba sepulturas y grababa lápidas con la dedicación de un escribano; de noche, hacía guardia en un camposite sin puertas ni bardas, como si los muertos, en su nueva condición de damnificados, pudiesen escapar de la burocracia celestial.

“Las instalaciones sufrieron daños considerables”, admite con la misma liviandad con la que un diputado confiesa el mal uso de su fideicomiso. “Puertas caídas, muros derruidos, fosas abiertas… un verdadero caos que impedía, por supuesto, el entierro conjunto de familias. La logística de la sepultura era tan fragmentaria como la respuesta gubernamental: primero el hijo, luego la madre, después el abuelo… una lotería post mórtem para reunirse en el más allá.”

El florista devenido en héroe anónimo del sector funerario recuerda, no el dolor, sino el aroma a putrefacción que emanaba desde el almacén de cadáveres hasta su lugar de trabajo. Un perfume patriótico que impregnaba la ciudad, un recordatorio olfativo de que el Estado puede fallar, pero el mercado de la muerte siempre encuentra la manera de ser eficiente.

“Fue una locura, muy triste”, sentencia, encapsulando cuatro décadas de duelo nacional en una frase de manual. Y como en toda epopeya nacional, los milagros burocráticos no podían faltar: el velador que barrió media hora antes y evitó ser aplastado por la puerta del panteón, un acto de previsión laboral que lo salvó de integrar, él mismo, el inventario que custodiaría.

Así se escribe la historia: no con monumentos, sino con fosas. No con discursos, sino con el olor a hielo derretido y carne descompuesta. La gran hazaña nacional no fue sobrevivir, sino aprender a contabilizar el desastre con la frialdad de un enterrador que cumple su turno.

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