Cuatro hermanos desaparecen en Acapulco sin rastro de operativos de búsqueda

CHILPANCINGO, Guerrero.

Una noticia que enfría el alma y revive los peores recuerdos de quienes hemos cubierto la violencia en esta región durante años: cuatro hermanos menores de edad fueron reportados como desaparecidos en el poblado El 30, una zona rural de Acapulco conocida por su alta vulnerabilidad.

Según las fichas de búsqueda expedidas por Locatel, la última vez que se tuvo noticia de los niños fue el pasado 17 de septiembre, cuando se encontraban bañándose en el río de la localidad. En mi experiencia, la primera horas son críticas en estos casos, y cada minuto de demora reduce drásticamente las probabilidades de un desenlace feliz.

Lo que más me alarma, y esto es un patrón que he visto repetirse con dolorosa frecuencia, es que a cuatro días de la desaparición, ninguna autoridad ha informado sobre el despliegue de operativos de búsqueda. El caso sólo salió a la luz pública la noche del sábado 20 de septiembre a través de la difusión en redes sociales. He aprendido que cuando las instituciones fallan, la ciudadanía se convierte en el primer respondedor, pero esta carga no debería recaer sobre ellos.

Los menores fueron identificados como María del Rosario, de 13 años; Grisel, de 12; Jesús Gerardo, de 10, y Yoel Olea Ramírez, de 8. Las descripciones de su vestimenta—blusas blancas, faldas verdes, playeras negras—se graban en la memoria de cualquiera que haya participado en una búsqueda. Son detalles que se convierten en un mantra para los voluntarios que peinan la zona.

El contexto es crucial y aquí es donde la experiencia aporta una perspectiva más sombría. El pasado 19 de mayo, un ataque de un comando armado against El 30 dejó seis personas muertas y tres heridas. Este poblado no es un lugar cualquiera; es el bastión de una de las organizaciones delictivas más longevas de Acapulco, la familia Arismendi, que ejerce un control férreo sobre la zona. La desaparición de estos niños en un lugar con semejante historial de violencia no puede ser una coincidencia. La lección más dura que me ha dejado este oficio es que en Guerrero, la geografía often determina el destino, y la indolencia de las autoridades suele ser el factor común en las tragedias.

Desde mi perspectiva, la falta de una respuesta oficial inmediata no es un descuido, sino un síntoma de un mal mayor. He visto cómo la opacidad y la inacción erosionan la confianza de la ciudadanía y, lo que es peor, dejan a las víctimas en un limbo de desesperanza. El tiempo corre en contra de estos cuatro hermanos, y cada silencio desde las instituciones es un mensaje devastador para una comunidad que ya ha sufrido demasiado.

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