La lección de Tlatelolco que el tiempo no borra

La Herida que Sigue Abierta: Una Reflexión Personal

Con los años, he aprendido que hay fechas que no se marcan en el calendario, sino que se graban a fuego en la conciencia de un pueblo. El 2 de octubre es una de ellas. Cada aniversario, al ver las nuevas generaciones marchar hacia el Zócalo, no puedo evitar revivir la mezcla de esperanza y temor que definió aquella época. La Plaza de las Tres Culturas no es solo un punto en el mapa de la Ciudad de México; es un monumento a la valentía y una herida que, más de medio siglo después, sigue supurando la misma pregunta: ¿hasta cuándo?

Recuerdo la efervescencia de aquellos días previos a los Juegos Olímpicos. El movimiento estudiantil no era un simple capricho juvenil, como algunos intentaron pintarlo. Era un torrente de ideales que buscaba abrirle una rendija a la democracia en un sistema político herméticamente cerrado. La exigencia de libertades civiles y el fin de la represión estatal no eran consignas abstractas; eran el grito de una generación que se atrevía a imaginar un país diferente.

La tarde del 2 de octubre de 1968, la estrategia de disuasión escaló a una masacre planificada. Lo que comenzó como una protesta pacífica se convirtió en una trampa mortal. Desde mi perspectiva, la lección más dura que nos dejó Tlatelolco fue comprender que la maquinaria del Estado puede volverse contra sus propios ciudadanos con una frialdad aterradora. La intervención del Ejército Mexicano y la acción encubierta del Batallón Olimpia demostraron que no hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que el que no quiere oír.

He dedicado parte de mi vida a estudiar los mecanismos del poder, y la verdad es que la teoría nunca logra capturar el horror de escuchar los testimonios de quienes sobrevivieron a esa noche. Las cifras oficiales siempre fueron un espejismo; la verdadera magnitud de la tragedia se mide en el silencio que se instaló en las familias de los más de 300 caídos, en las universidades vacías y en el miedo que se apoderó de la ciudad.

Con el tiempo, he visto cómo los responsables, desde el presidente Gustavo Díaz Ordaz hasta su secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez, evadieron la justicia. Esta impunidad nos enseñó que la memoria no es un acto pasivo de recordar, sino un compromiso activo de exigir verdad y reparación. Por eso, cada marcha conmemorativa es un acto de resistencia contra el olvido.

Mi consejo, fruto de estas décadas de reflexión, es simple pero profundo: nunca subestimen el poder de la memoria colectiva. La lucha por la justicia para las víctimas de Tlatelolco no es un tema archivado; es la brújula moral que nos guía para evitar que la historia se repita. La verdadera sabiduría, en este caso, no consiste en entender lo que pasó, sino en mantener viva la demanda de que nunca más un gobierno responda con balas a las voces de su pueblo.

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