La Cruda Realidad de los Desastres Naturales: Una Mirada desde el Terreno
He sido testigo de primera mano de la fuerza implacable de la naturaleza a lo largo de mi carrera en gestión de desastres. La reciente tragedia en Nepal, donde al menos 44 personas perdieron la vida debido a deslizamientos de tierra, rayos e inundaciones, no es un evento aislado. Es un recordatorio sombrío de un patrón que he visto repetirse, con variaciones devastadoras, en regiones montañosas.
Recuerdo una operación de rescate en un distrito similar a Illam, donde seis miembros de una misma familia fallecieron mientras dormían, aplastados por un alud. En estos contextos, la teoría sobre los deslaves se desvanece frente a la cruda realidad: la logística se convierte en tu peor enemigo. Las carreteras desaparecen, la comunicación se corta y cada minuto de lluvia intensifica la sensación de desamparo. La noticia de que la lluvia dificultaba los esfuerzos de auxilio me trajo recuerdos amargos de caravanas de ayuda varadas en el barro, impotentes.
Una lección clave que he aprendido es que la gestión de riesgos debe anticiparse a la coyuntura. El gobierno de Nepal emitió alertas y cerró vías, una medida reactiva necesaria pero insuficiente. La verdadera resiliencia, la que salva vidas, se construye en los periodos de calma: con sistemas de alerta temprana comunitarios, infraestructura más robusta y planificación territorial que respete la geología. El cierre de carreteras y la suspensión de vuelos, aunque caóticos, son un mal menor frente a la pérdida de vidas humanas.
La complejidad se multiplica cuando el desastre coincide con eventos culturales masivos. El festival de Dashain, la principal celebración del país, provocó un movimiento migratorio interno que dejó a cientos de miles de personas atrapadas en el camino de regreso a Katmandú. He visto cómo estas intersecciones entre cultura y emergencia crean escenarios de pesadilla para los equipos de respuesta. No se trata sólo de manejar el desastre natural, sino también la crisis logística y humana que genera.
Las cifras son elocuentes: el año pasado, 224 fallecidos. Este año, al menos 44. Cada número representa una historia truncada, una familia destrozada. Estos eventos al final de la temporada de monzones nos obligan a repensar nuestra preparación. La experiencia me ha enseñado que la naturaleza no sigue calendarios exactos, y nuestra capacidad de adaptación debe ser tan dinámica como el clima mismo. La solidaridad en la evacuación con helicópteros y el despliegue de tropas son un rayo de esperanza, pero la verdadera victoria está en evitar que estas tragedias se repitan con tanta frecuencia y ferocidad.