La farsa dorada que envenena la Amazonía

El Gran Teatro del Progreso Tóxico

En un giro que hubiera deleitado al mismísimo Jonathan Swift, el augusto bloque comercial sudamericano, conocido como la Comunidad Andina, ha dictaminado con solemnidad burocrática que el Reino del Perú no está cumpliendo con sus sagrados compromisos de no envenenar a su propia población. La evidencia, presentada por unos estrafalarios grupos indígenas que se atreven a quejarse de que sus ríos y su suministro de alimentos están siendo sistemáticamente contaminados, ha sido, contra todo pronóstico, considerada.

El veredicto de este consejo de sabios, compuesto por naciones que libran batallas similares contra sus propios espectros extractivistas, ordena al gobierno peruano que, con urgencia, reforme sus leyes, confisque la maquinaria de la devastación y ponga fin al chiste recurrente de un “registro para mineros informales” que, en la práctica, funciona como un carnet de membresía para el saqueo autorizado. Es la primera vez que este organismo, en un arrebato de coherencia, se atreve a señalar con el dedo a uno de los suyos, mientras todos fingen buscar mecanismos para reprimir el monstruo que alimentan con su inacción.

Mientras tanto, la fiebre del oro ilegal, ese cáncer dorado impulsado por la avaricia global y los precios que se disparan hacia el Olimpo de los 4.000 dólares, devora la Amazonía. El mercurio, el elixir mágico de los alquimistas modernos para separar el preciado metal, cumple su función secundaria con eficiencia letal: envenena las aguas, se acumula en los peces y, finalmente, en el cuerpo humano, donde ejerce su particular tiranía sobre niños y embarazadas. Un negocio redondo: se extrae riqueza para unos pocos y se siembra enfermedad para todos.

El Perú, este gigante de pies de barro, tiene ahora la cómica tarea de presentar en 20 días hábiles un informe sobre qué medidas piensa implementar para no seguir destruyendo su propio territorio. La amenaza, por supuesto, es que el caso pueda llegar a un Tribunal de Justicia con facultad para imponer sanciones comerciales. Es decir, el castigo real no es la destrucción biológica, sino la posibilidad de que afecte al flujo de capitales.

Una coalición de comunidades, aquellos seres anacrónicos que insisten en vivir de lo que la tierra les da y no de lo que se le puede arrancar, presentó la denuncia. Muestras de cabello revelaron niveles de mercurio que superan con creces lo “seguro”. Los síntomas—irritaciones cutáneas, enfermedades estomacales, daños neurológicos—son meras anécdotas en el gran relato del desarrollo.

El abogado ambiental César Ipenza declaró, con una esperanza que raya en lo patético, que esto es un mensaje para que los países respeten el derecho a un ambiente sano. Advirtió sobre sanciones económicas, como aranceles a los productos peruanos, porque al sistema sólo parece entenderlo cuando se le habla en el lenguaje de las pérdidas y las ganancias.

El Estado peruano, en su infinita sabiduría, ha lanzado esporádicas “redadas” y “operaciones” con nombres épicos, como la “Operación Mercurio”, que suenan a campañas militares pero que en la práctica son poco más que fuegos artificiales para la prensa. Mientras, las redes de corrupción, ese lubricante esencial de la maquinaria estatal, permiten que el comercio del veneno prospere sin mayores inconvenientes.

Para coronar esta sainete, los ministerios peruanos competentes—Comercio Exterior, Cultura y el encargado de asuntos indígenas—optaron por la estrategia más efectiva: el silencio. No respondieron a las solicitudes de comentario, un gesto elocuente de su compromiso con la transparencia.

Ipenza, haciendo el papel de Cassandra, concluyó con la obviedad más ignorada: los países que compran el oro deben tener mecanismos para evitar comerciar con la destrucción. Deben ejercer una “debida diligencia” que vaya más allá de un sello en un papel. Pero en el gran bazar global, donde el brillo del oro ciega cualquier consideración moral, la diligencia suele ser la primera víctima.

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