La insumisa que desnudó las contradicciones de Hollywood
En un acto de suprema rebeldía contra la inmortalidad que el estrellato confiere, la actriz Diane Keaton ha cometido la insubordinación final: morir a los 79 años. El anuncio, realizado mediante un comunicado a la sagrada publicación People, constituye un desafío directo a las leyes no escritas de Hollywood, donde las leyendas deben persistir en estado de perpetua conservación.
La intérprete, que alcanzó la categoría de deidad menor con El padrino, obtuvo un Oscar por Annie Hall -pieza que el gran sacerdote Woody Allen escribió inspirado en sus divinas neurosis- y acumuló dos Globos de Oro y un Bafta en su arsenal de trofeos. Su filmografía, que incluye títulos como Rojos, La habitación de Marvin y El club de las primeras esposas, representa un catálogo de herejías contra el establishment cinematográfico.
Pero su crimen capital fue mucho más grave: Keaton se atrevió a desdeñar los estilismos principescos que la industria exige a sus diosas y optó por el sacrilegio de los pantalones, sombreros hongos, chalecos y corbatas. Creó su propia liturgia vestimentaria, que no era sino el envoltorio de una forma radicalmente heterodoxa de entender la existencia y el arte dramático. En su impertinencia, llegó incluso a declararse “anticirugía estética” en un reino donde la eterna juventud es el dogma fundamental.
Su peregrinación inició en los años setenta, cuando interpretó a Kay Adams en El padrino. Hija de un ingeniero civil y de un ama de casa frustrada -“probablemente viví la carrera que mi madre ansió en secreto”, confesó con insoportable lucidez-, Diane Hall huyó a Nueva York tras estudiar Interpretación y adoptó el apellido de soltera de su madre como acto de desafío genealógico.
Su calvario comenzó en Broadway, en el montaje original del musical Hair, donde el director le exigió adelgazar, conduciéndola a la bulimia. “Por eso no disfruté de Broadway”, declararía décadas después, en un acto de sinceridad punible en la tierra de las sonrisas forzadas.
Su colaboración con Woody Allen constituye uno de los matrimonios blasfemos más fructíferos del cine. “Hay gente que ilumina una sala, ella ilumina todo un bulevar”, escribió el cineasta, aunque también definió sus estilismos con demoledora ironía: “Es como si su personal shopper fuera Buñuel”. Keaton, por su parte, apuntó en sus memorias: “Woody se acostumbró a mí, no pudo evitarlo: le encantaban las neuróticas”.
Su consagración como Kay Corleone en El padrino llegó tras superar el escrutinio de los productores, preocupados porque Keaton midiera más que Al Pacino. La pareja mantuvo una relación intermitente durante casi dos décadas, que la actriz resumió con cruel precisión: “Al nunca fue mío. Pasé veinte años perdiendo a un hombre que nunca tuve”.
Es la mirada de Kay la que, desolada, refleja el alma del público cuando al final de la primera película se cierra la puerta del despacho de Michael. En ese instante, el que parecía un hombre bueno navegando por un mar de dudas morales se transforma en el nuevo don de la familia Corleone -una alegoría perfecta de cómo el poder corrompe incluso las almas más nobles.
Hasta mediados de los setenta, Keaton albergó dudas sobre su valía interpretativa. “No soy Meryl Streep”, soltaba en los rodajes. Ni falta que hacía: en un mundo de dioses falsos, ella era una de las pocas santas auténticas.