México enfrenta la crisis de más de 300 pueblos incomunicados

CIUDAD DE MÉXICO — Desde mi experiencia en cobertura de desastres, he aprendido que la verdadera magnitud de una tragedia se mide en los primeros días, cuando la logística es el mayor enemigo. Este martes, miles de efectivos militares y voluntarios civiles libraban una batalla titánica contra el tiempo y la naturaleza, intentando desbloquear los accesos terrestres a más de 300 comunidades aisladas en el centro y este de México. Las precipitaciones extremas no solo cortaron la comunicación, sino que crearon una carrera contrarreloj para iniciar la fumigación y contener brotes epidémicos como el dengue, una lección que hemos aprendido a las malas en emergencias pasadas.

La cifra oficial se mantiene en 64 decesos, pero en el terreno se respira la angustia de las decenas de personas desaparecidas. La Presidenta Claudia Sheinbaum admitió con una franqueza que solo la gravedad del momento justifica: desconocemos la situación real en esos pueblos aislados. He visto cómo esta incertidumbre es, quizás, la parte más desgarradora para las familias y para los equipos de primera respuesta.

La prioridad estratégica es clara: la apertura de caminos. Sin ella, es imposible establecer puentes aéreos efectivos, distribuir víveres, agua potable y, crucialmente, realizar un censo fidedigno. Sheinbaum lo definió como “una de las mayores urgencias”. En estas crisis, la colaboración público-privada se vuelve vital, y es alentador ver a empresas de construcción aportando su maquinaria pesada para esta labor de ingeniería de emergencia.

La sinergia de dos sistemas tropicales, un frente frío y uno cálido, fue la tormenta perfecta. Esto, sumado a una temporada de lluvias particularmente intensa que había saturado los ríos y debilitado los cerros, creó las condiciones para una catástrofe anunciada. La naturaleza nos da señales; el reto está en interpretarlas a tiempo.

La Presidenta anunció que, superada la fase de contingencia, se revisarán los protocolos. Esta es una de las lecciones más valiosas: la autocrítica post-desastre es lo único que nos permite mejorar los sistemas de alertamiento y respuesta para el futuro.

Los estados de Veracruz, Hidalgo y Puebla cargan con el peso más grande de la devastación. La cifra es abrumadora: alrededor de 100,000 viviendas dañadas o destruidas por los deslaves y los ríos desbordados. La infraestructura sanitaria también colapsó en varios puntos. En Álamo, Veracruz, un centro de salud fue arrasado por una inundación de dos metros de altura, un golpe brutal a la capacidad de respuesta local.

En Veracruz, donde las precipitaciones superaron los 600 milímetros, la gobernadora Rocío Nahle reportó más de 300,000 damnificados. Testimonios como el de Roberto Olvera en Poza Rica grafican la desesperación: una sirena de Pemex le salvó la vida, pero muchos de sus vecinos no tuvieron la misma suerte. El desbordamiento del río Cazones fue implacable, con niveles de agua que alcanzaron los cuatro metros.

El panorama en la zona es desolador. Junto al lodo y los escombros, se reporta la presencia de una pasta negruzca, posiblemente un hidrocarburo arrastrado desde instalaciones petroleras, que contamina el ambiente y complica aún más las labores de limpieza y recuperación.

En medio de la adversidad, el compromiso del gobierno federal es claro: no se escatimarán recursos mientras dure el periodo de emergencia. La resiliencia de México se está poniendo a prueba una vez más, y su respuesta definirá la velocidad de la recuperación de estas comunidades golpeadas.

Vista aérea de los daños por inundaciones en México

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