La danza burocrática de los tomates transnacionales

Momento exacto en que un vegetal misterioso recibe más atención que los campesinos que lo cultivan. Foto: El Universal.

En un acto de extraordinaria redundancia, los sumos sacerdotes de la agricultura contemporánea, los excelentísimos señores Berdegué y MacDonald, han descubierto el fuego por segunda vez: resulta que México y Canadá deben cooperar. ¡Alabado sea el genio diplomático!

Bajo el sagrado manto del Plan de Acción Canadá-México 2025-2028 -nombre tan inspirado como un manual de contabilidad- estos titanes del comercio bilateral han resuelto que dialogar sobre dialogar es la actividad más productiva para el desarrollo agroalimentario. No contentos con esta hazaña, han decidido convocar a una asamblea de sabios: científicos que durante seis meses elaborarán el informe definitivo sobre lo obvio.

La embajada canadiense, en un arrebato de entusiasmo estadístico, proclama que el intercambio comercial de productos del campo entre estas naciones creció un escandaloso 50% entre 2018 y 2023. Cifra que, por supuesto, no tiene relación alguna con la crisis inflacionaria que tiene a los consumidores vendiendo un riñón por un aguacate.

El Santo Grial de la Sostenibilidad

Los ilustres representantes han jurado solemnemente garantizar sistemas alimentarios sostenibles, resilientes e inclusivos. Traducción: seguir importando tomates canadienses a México y aguacates mexicanos a Canadá, pero ahora con un bonito sello verde que justifique el precio exorbitante.

El señor Berdegué, en un momento de lucidez profética, ha declarado necesario fortalecer las cadenas de valor. Lo que en lenguaje mortal significa que los intermediarios seguirán ganando más que los agricultores, pero con mejor marketing.

Mientras tanto, el ministro MacDonald ha reconocido el “papel clave” de México como socio estratégico. Código diplomático para: “necesitamos sus aguacates y su mano de obra barata, pero no se les ocurra mandarnos campesinos sin visa”.

La Revolución Digital de los Pepinos

La cumbre ha culminado con el anuncio más revolucionario desde la invención del arado: la certificación electrónica para la canola y el trigo. Pronto, un brócoli podrá atravesar la frontera con su pasaporte digital, mientras miles de jornaleros siguen cruzando desiertos.

Se establecerá, cómo no, un grupo de trabajo para analizar la carne y los productos del mar. Estos grupos -eternos e inamovibles- son la versión burocrática de los molinos de viento: mucho movimiento, poca harina.

Todo este monumental despliegue de cooperación técnica y colaboración científica ocurre, casualmente, después del encuentro entre la presidenta Sheinbaum y el primer ministro Carney. Porque en el gran teatro de la política internacional, primero bailan los jefes de estado y después sus subalternos ejecutan la coreografía.

Mientras los discursos hablan de agricultura de bajas emisiones, nadie menciona las altas emisiones de gases de los vuelos privados que transportan a estos emisarios de la sostenibilidad. El comercio eficiente avanza, la hipocresía también.

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