En un espectáculo de arrogancia meteorológica, el fenómeno atmosférico bautizado como Melissa ha decidido realizar una performance climática de categoría mayor, demostrando que la naturaleza sigue sin leer los manuales de protocolo de las cumbres ambientales. Los augures modernos del Centro Nacional de Huracanes pronostican con precisión milimétrica el colapso hídrico que sufrirán los mismos territorios que la geopolítica continental suele recordar sólo durante estas catástrofes mediáticas.
El meteoro errático -como si imitara los vaivenes de la cooperación internacional- ya ha cobrado su tributo vitalicio en Haití y República Dominicana, naciones que paradójicamente contribuyen menos al cambio climático pero pagan el precio más alto de la fiesta industrial global. Mientras tanto, los 89 centímetros de lluvia previstos para la península de Tiburón parecen una ironía geográfica: el agua que falta todo el año llega ahora en forma de diluvio bíblico.
El subdirector del centro de huracanes, Jamie Rhome, declaró con la solemnidad de un notario del apocalipsis: “Si se produjeran esas lluvias, estaríamos hablando de inundaciones potencialmente catastróficas“. Una revelación comparable a anunciar que el sol calienta en verano, pero con mejor salario.
Melissa avanza a la desesperante velocidad de 3 km/h -más lento que la burocracia de ayuda humanitaria- mientras se transforma en un huracán mayor, como metáfora perfecta de cómo los problemas ignorados crecen hasta volverse inmanejables. Las alertas se suceden con precisión quirúrgica, creando la ilusión de control sobre lo incontrolable.
En Jamaica, el primer ministro Andrew Holness suplica a sus conciudadanos que tomen en serio la amenaza, mientras los almacenes se llenan de paquetes de alimentos que probablemente costarán más en logística que en prevención años atrás. Los 650 refugios esperan pacientes, como recordatorio triste de que la solidaridad se activa mejor ante la inminencia del desastre que ante su prevención.
Mientras Melissa se convierte en el decimotercer fenómeno nombrado de la temporada -cumpliendo exactamente con las proyecciones de la NOAA- los líderes mundiales preparan sus próximas cumbres climáticas donde debatirán reducciones de emisiones para 2050, fecha que suena a ciencia ficción para quienes hoy ven sus hogares flotar hacia el Caribe.
La temporada de huracanes, ese recordatorio anual de nuestra insignificancia cósmica, sigue su curso implacable desde junio hasta noviembre, como si la naturaleza respetara más los calendarios que los acuerdos internacionales. Mientras tanto, en las oficinas climatológicas, se actualizan los modelos predictivos y se pulen las presentaciones PowerPoint, porque el espectáculo debe continuar.














