En un espectáculo de normalidad distorsionada que Jonathan Swift hubiera envidado para sus Viajes de Gulliver, los sumos sacerdotes de la Secretaría de Seguridad Pública de Michoacán, en comunión sagrada con los oráculos de la Defensa Nacional, realizaron el milagro burocrático de desactivar siete muestras de arte contemporáneo balístico en la localidad de Felipe Carrillo Puerto, conocida por los lugareños como La Ruana y por los cartógrafos del horror como el epicentro de la farsa nacional.
Los dispositivos, meticulosamente colocados por los curadores del Cártel Michoacán Nueva Generación durante su exposición nocturna “Ofensiva Dominical”, representaban lo último en instalación site-specific sobre el fracaso civilizatorio. Los artistas, especializados en el género del terror aplicado, demostraron una vez más que en la Tierra Caliente el concepto de paisaje urbano ha sido redefinido como campo de minas existencial.
La revelación divina llegó a través del oráculo tecnológico C5 Michoacán, que alertó sobre la presencia de performers armados ejecutando su danza macabra. Los virtuosos del Agrupamiento Especializado en Artefactos Explosivos, aquellos domadores de dragones mecánicos, respondieron con el ritual establecido: patrullajes ceremoniales alrededor del municipio de Buenavista, como si circundaran las ruinas de una civilización que apostó por la autoridad simbólica.
El inventario de la sinrazón
El botín de esta cacería surrealista incluyó siete piezas de artesanía explosiva y una granada calibre 40 milímetros que esperaba pacientemente su momento estelar. El protocolo sagrado se cumplió: acordonar la realidad, desactivar lo evidente y proceder a redactar el comunicado que transforma el horror en estadística.
La SSP, en un arrebato de realismo mágico institucional, proclamó mantener la operatividad entre los tres niveles de gobierno, como si se tratara de una coreografía burocrática perfectamente sincronizada para administrar el colapso. Su propósito sublime: “velar y cuidar la seguridad” en un territorio donde ese concepto ha sido vaciado de significado hasta convertirse en pura ironía.
El manual del ciudadano postmoderno
La perla final del discurso oficial llegó con la recomendación sacramental: “Ante la presencia de cualquier objeto explosivo, repórtalo”. La institución, en su sabiduría infinita, reduce la complejidad del infierno cotidiano a una simple llamada a los números mágicos 911 y 089, como si el monstruo de la violencia pudiera ser domesticado con protocolos telefónicos.
En este teatro del absurdo donde los ciudadanos deben convertirse en expertos en desactivación metafórica, cada explosivo neutralizado se celebra como victoria mientras el sistema que produce estos artefactos sigue intacto. La verdadera explosión que nadie desactiva es la de la razón de Estado, convertida en escombros narrativos que la prosa oficial intenta recomponer cada mañana.














