La esencia de una tradición que honra la vida
Con los años, he visto cómo el Día de Muertos se entrelaza en el alma de México. No es solo una fecha en el calendario; es un ritual colectivo donde la memoria se convierte en un puente que une a los vivos con quienes se adelantaron en el viaje. Recuerdo a mi abuela diciendo: “No los lloramos, los festejamos”, y en esa simple frase reside la profunda filosofía de esta celebración.
El altar: un lenguaje de símbolos y sabores
En mi experiencia, montar una ofrenda es como escribir una carta con todos los sentidos. La flor de cempasúchil no es solo un adorno; su aroma guía a las almas, es el faro que ilumina su regreso a casa. El papel picado, con sus vibrantes colores, representa el frágil velo entre ambos mundos. Y el pan de muerto, con su forma circular y esa “lágrima” en el centro, es más que un manjar: es la representación del ciclo eterno de la vida y la muerte. Cada elemento cuenta una historia, cada platillo evoca un recuerdo.
Las calaveritas literarias: la picardía mexicana frente a la muerte
Las calaveras literarias son, quizás, la manifestación más pura del carácter mexicano. Son epitafios cómicos donde la muerte se convierte en un personaje con el que podemos bromear. He escrito muchas a lo largo de mi vida, y siempre me maravilla cómo estos versos breves logran despojar a la muerte de su solemnidad, transformándola en una compañera con la que podemos reírnos de nosotros mismos.
Según los registros de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), aunque los orígenes son nebulosos, se atribuye al franciscano Fray Joaquín Bolaños un papel fundamental con su obra “La portentosa vida de la muerte”, publicada en 1792. Lo que he aprendido es que, inicialmente, estas sátiras fueron censuradas por atreverse a hablar con ligereza de un tema tan tabú. Pero el ingenio popular es imparable. A finales del siglo XIX, encontraron su tribuna ideal en la prensa, donde se usaban para criticar con humor ácido a las clases privilegiadas y a los políticos de la época. Fue la voz del pueblo disfrazada de verso festivo.
La Catrina: cuando el arte inmortalizó la tradición
El momento crucial, el que todo cambió, llegó con la genialidad del grabador José Guadalupe Posada. Su contribución fue monumental. No se limitó a ilustrar las calaveritas; les dio un alma visual. De su creatividad nació la icónica “Catrina”, originalmente bautizada como “La Calavera Garbancera”. Esta elegante dama esquelética, con su ostentoso sombrero de plumas, era una mordaz crítica a quienes pretendían negar sus raíces indígenas adoptando modas europeas. Posada nos enseñó que, ante la muerte, todos somos iguales: simples calaveras con sombrero. Su legado transformó para siempre la iconografía de esta tradición.
El reconocimiento mundial: cuando lo nuestro se vuelve universal
Un orgullo que viví con emoción fue en 2008, cuando la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) declaró esta festividad como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Este nombramiento, respaldado por el Gobierno de México, no fue un simple título. Fue un reconocimiento global a la profunda sabiduría que encierra nuestra forma de entender la existencia. Refuerza el estatus cultural de nuestras comunidades y valida una verdad que siempre hemos sabido: que la muerte no es el final, sino otra forma de estar presentes.
En resumen, el Día de Muertos y sus calaveritas literarias son mucho más que folclor. Son la prueba viviente de que un pueblo que puede reírse de la muerte es un pueblo que realmente comprende el valor de la vida.













