El costo humano del cierre gubernamental en las familias militares
WASHINGTON.— Llevo años observando cómo los vaivenes políticos impactan a nuestras Fuerzas Armadas, pero el actual cierre del gobierno está infligiendo una herida profunda en la salud mental de las familias castrenses. La angustia de no saber si el sustento familiar llegará semana tras semana es un tipo de estrés tóxico que, desde mi experiencia, deja cicatrices duraderas. No es solo una cuestión logística; es una erosión constante de la resiliencia que define a estas familias.
El testimonio de Alicia Blevins, esposa de un infante de marina destinado en Camp Lejeune, Carolina del Norte, me resulta tristemente familiar. “No siento que tenga las herramientas para lidiar con esto”, confiesa esta mujer de 33 años, quien acude a un psicólogo para sobrellevar la incertidumbre perpetua. Su decisión de no abrumar a su esposo —”Él tiene hombres a su cargo. Ya tiene suficiente con lo que lidiar”— refleja una lección que muchas parejas militares aprenden por las malas: la carga mental se internaliza para proteger al que está en la línea de fuego. Es un sacrificio silencioso que rara vez aparece en los comunicados oficiales.
Si algo me ha enseñado la experiencia es que la teoría de los pagos puntuales choca contra la realidad de la gestión política. Aunque la administración Trump ha conseguido abonar las nóminas en dos ocasiones desde que comenzó el cierre el 1 de octubre, la ansiedad generada por unas soluciones de último minuto es palpable. La orden presidencial de movilizar “todos los fondos disponibles” cuatro días antes del pago del 15 de octubre, y el reciente anuncio de desbloquear alrededor de 5.300 millones de dólares —parte de ellos procedentes de la ley de recortes fiscales—, son parches temporales. Como bien advirtió el secretario del Tesoro, Scott Bessent, esta estrategia tiene fecha de caducidad: para el 15 de noviembre, las tropas podrían no percibir su salario. He visto cómo estos anuncios crean una montaña rusa emocional que desgasta más que la propia escasez.
“Para ser usado como peón te tienen que tomar en cuenta. Y ni siquiera nos toman en cuenta, para nada”.
Esta reflexión de Jennifer Bittner, esposa de un oficial del ejército en Austin, Texas, captura con crudeza la sensación de invisibilidad. El resentimiento crece entre los aproximadamente dos millones de miembros en servicio activo, de la Guardia Nacional y reservistas. La narrativa de ser “peones” en el tablero político, como he escuchado en incontables conversaciones, subestima la amarga realidad: para ser una ficha, primero debes ser considerado. La percepción general es que su bienestar es una moneda de cambio secundaria.
El efecto dominó en los reservistas
La situación se agrava para los reservistas. La cancelación de los ejercicios mensuales de fin de semana, una práctica que conozco bien, no solo priva a estas unidades de un entrenamiento vital, sino que elimina ingresos esenciales de varios cientos de dólares mensuales. John Hashem, director ejecutivo de la Reserve Organization of America, subraya un detalle crítico que he visto pasar desapercibido: ese dinero no solo cubre hipotecas y facturas, sino que muchos reservistas lo destinan a pagar las primas de su seguro de salud militar. Es un recordatorio de que la precariedad financiera en este ámbito tiene consecuencias en cadena, afectando desde la economía doméstica hasta la cobertura sanitaria de quienes juraron proteger al país.
Al final, tras décadas de observar estos ciclos, he aprendido que la verdadera fortaleza de una nación no se mide solo en su poderío militar, sino en la solidez del bienestar de quienes lo sustentan. Cuando la lealtad de las familias castrenses se pone a prueba por la imprevisibilidad de sus propios líderes, el daño infligido es mucho más profundo que un simple retraso en la nómina.














