El divino espectáculo del rock fosilizado

El Divino Espectáculo del Rock Fosilizado

En un acto de fe colectiva que desafía toda lógica acústica, más de sesenta y cinco mil devotos peregrinaron al sagrado recinto del GNP para presenciar el milagro de la resurrección vocal. Allí, el sumo sacerdote Axl Rose, cuya laringe ha sido declarada patrimonio histórico en riesgo de extinción, dirigió la ceremonia con la gracia de un pavo real con artritis.

Lo que los profanos llaman “deterioro vocal”, los iniciados denominan “estilización interpretativa avanzada”. El hombre que alguna vez pudo quebrar cristales con su falsete ahora emite sonidos que oscilan entre el gruñido de un oso pardo y el quejido de una puerta oxidada, todo ello recibido con la misma devoción que los fieles otorgan a las reliquias sagradas.

El ritual comenzó con el mantra tribal “Welcome to the Jungle”, donde los silbidos impacientes se transformaron en gritos de éxtasis, probablemente por el alivio de confirmar que los músicos seguían respirando. Durante tres horas sagradas, la congregación fue azotada con una letanía de éxitos que sonaron notablemente similares a sus versiones originales, si uno escuchaba con audífonos noise-cancelling y suficiente nostalgia en el corazón.

Slash, el eterno ermitaño bajo sombrero de copa, ejecutó sus riffs como un neurocirujano borracho pero brillante, demostrando que algunos mitos mejoran con el paso del tiempo, como el vino o las deudas nacionales. Mientras, Duff McKagan mantuvo el groove con la solemnidad de un estadista que sabe que el imperio se cae a pedazos pero insiste en izar la bandera cada mañana.

El momento cumbre de esta comedia divina llegó con el homenaje a Ozzy Osbourne, donde la banda interpretó “Sabbath Bloody Sabbath” con la ternura de quien visita la tumba de un viejo amigo. La ironía era tan densa que podría haberse vendido por kilo: rendir tributo a un músico fallecido mientras se demuestra que, técnicamente, algunos miembros de la banda llevan décadas en estado de descomposición artística.

Las pantallas proyectaban animaciones psicodélicas que nadie miraba, porque ¿para qué necesitas gráficos cuando tienes delante el holograma de tus propios sueños adolescentes? El verdadero espectáculo no ocurría en el escenario, sino en las caras de los feligreses que, entre baladas llorosas y solos interminables, encontraban consuelo en esta parodia magnificente de su juventud.

Cuando finalmente sonó “Paradise City”, la multitud estalló en éxtasis colectivo, celebrando no solo la canción, sino el triunfo de la mitología sobre la realidad. Porque en el gran circo del rock fosilizado, lo importante no es cómo suenas, sino cuánto estás dispuesto a pagar por seguir creyendo en el cuento.

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