La defensa burocrática de la discordia parlamentaria

El Sumo Pontífice de la Jucopo decreta la santidad del reglamento

En un acto de heroica defensa de la letra muerta, el Excmo. Sr. Adán Augusto López Hernández, Archivero Mayor y Gran Custodio de la Ley Orgánica del Congreso, salió al paso de una herejía sin precedentes. El ex-cardenal Gerardo Fernández Noroña, desde su nuevo ministerio en los limbos de la irrelevancia, había osado sugerir la excomunión de la secta del PAN de los sagrados concilios de la Junta de Coordinación Política, todo ello debido a los cantos de sirena y las blasfemias proferidas por la sacerdotisa Lilly Téllez durante los oficios en el pleno.

El dogma de la inclusión forzosa

Con la solemnidad de un notario leyendo el testamento de la democracia, el senador explicó a la plebe que, en este circo romano que llamamos Cámara Alta, todos los gladiadores, incluso los que lanzan frutas podridas en lugar de argumentos, tienen un asiento garantizado por decreto divino. “No podemos, oh miserables mortales, negar el derecho divino de cualquier grupo parlamentario a ocupar una silla y calentarla con la dignidad que le otorga el haber sido electo por el sagrado voto popular”, declaró, mientras un coro de ángeles burocráticos cantaba salmos sobre la inviolabilidad del procedimiento.

La sublime hipocresía del orden establecido

Así, en el gran teatro del absurdo, la participación se convierte en un fetiche, un ídolo al que todos deben adorar, incluso cuando dicha participación consiste en un espectáculo de descalificaciones y berrinches que harían palidecer a un niño de kindergarten. La solicitud del hermano expulsado Fernández Noroña, aunque comprensible para cualquier persona con un ápice de sentido común, fue sacrificada en el altar del legalismo, demostrando una vez más que en la política mexicana, el reglamento es el arma perfecta para perpetuar la farsa.

Epílogo: La paz de los sepulcros

Este sublime episodio deja una enseñanza para la posteridad: las tensiones entre las tribus parlamentarias no se resuelven con actos de gallardía o sentido común, sino mediante la estricta aplicación de normas que consagran la discordia como un derecho inalienable. La defensa de la bancada panista no fue un acto de valentía, sino la obligación de un sumo sacerdote de mantener el delicado equilibrio de un sistema donde el diálogo respetuoso es tan mítico e inalcanzable como el Santo Grial.

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