La corona de la discordia y la ética sacrificada
En un giro digno de las más exquisitas tragicomedias del poder, la joven Olivia Yacé, hasta hace poco Miss Costa de Marfil 2025, ha ejecutado la jugada más revolucionaria que se recuerda en los fastos de la realeza cosmética: dimitir. Sí, ha abdicado. Ha renunciado a su trono de brillantina y banda azul con el sublime argumento de ser fiel a sus convicciones éticas. Una herejía en un reino donde la ética suele medirse en centímetros de sonrisa y en la capacidad de caminar con tacones sin tropezar con las alfombras de los compromisos.
Por supuesto, los rumores —esos pájaros carpinteros que taladran la madera podrida de las instituciones— asocian esta decisión sublime no a un arrebato de virtud, sino al triunfo celestial de Fátima Bosch como Miss Universo 2025, un título que, según los susurros de los corredores del Olimpo de la belleza, fue otorgado mediante un fraude tan perfectamente orquestado como el maquillaje de las concursantes.
Desde su púlpito digital, la joven marfileña proclamó su manifiesto. “Como representante de Costa de Marfil… fui testigo directo de mi capacidad para lograr grandes cosas a pesar de la adversidad”, declaró, en lo que podría ser el prólogo de un tratado sobre la resistencia ante la farsa. Más adelante, con la determinación de quien prefiere la integridad a una corona de strass, argumentó que continuar en el cargo sería traicionar sus ideales. “Debo mantenerme fiel a mis valores: respeto, dignidad, excelencia e igualdad de oportunidades”, sentenció, soltando las palabras como si fueran bombas de racimo sobre el edulcorado mundo de los certámenes.
Su retiro definitivo de cualquier actividad vinculada al Comité de Miss Universo no es una simple despedida; es un exilio autoimpuesto. “(…) Alejarme de este rol me permitirá dedicarme por completo a defender los valores que valoro”, profundizó, en un discurso que, leído entre líneas, parece decir: “Prefiero mi conciencia a vuestra comedia”.
Para el populacho de las redes sociales, esta reticencia a colaborar con la organización, encabezada por el magnate Raúl Rocha Cantú, es el equivalente a un grito de guerra silencioso contra la coronación de Fátima. Una coronación que, desde su inicio, ha sido recibida con más escepticismo que un billete de tres dólares. La credibilidad del título se desvanece con la velocidad de un lápiz labial barato, un desprestigio avivado por Omar Harfouch, exjuez del certamen, quien renunció tras descubrir el presunto amaño, como un Brutus moderno en un mundo de Césares con gel en el pelo.
El músico convertido en denunciante afirma que Rocha Cantú ejerció su influencia, cual titiritero del glamour, para que Bosch fuera elegida. ¿La razón? Una de sus empresas recibió un suculento contrato millonario de Petróleos Mexicanos (Pemex), la empresa estatal donde Bernardo Bosch Hernández, progenitor de la triunfadora tabasqueña, ocupa un puesto estratégico. Así, la corona de Miss Universo parece haberse transformado en un mero eslabón de una cadena de favores entre el nepotismo y la corrupción, un trueque donde la belleza es la moneda de cambio y la ética, la víctima sacrificial.
El efecto dominó de la dignidad
Pero la rebelión no se detiene en las costas marfileñas. Otra insurrecta, la delegada de Estonia, Brigitta Schaback, también ha renunciado a su título. Eso sí, con la elegancia diplomática de quien no nombra al elefante en la habitación. Entre sus motivos, no menciona directamente la corona de Bosch, sino que alega una falta de sintonía con la directora de Miss Universo en su país, Natalie Korneitchik. Una excusa tan creíble como decir que se abandona un banquete porque no gusta el color del mantel, y no porque la comida esté envenenada.
En este gran teatro del absurdo, donde los valores chocan con los intereses y las coronas se negocian en despachos, la renuncia de una miss se convierte en el más elocuente discurso de protesta. Un recordatorio de que, a veces, el acto más revolucionario es soltar una corona para no mancharse las manos.










