En el majestuoso y eficientísimo teatro de la justicia especializada, donde los expedientes huelen a nuevo y las grabaciones de seguridad captan cada suspiro de solemnidad, la ciudadana Alicia Villarreal realizó el sagrado ritual de ratificar su queja. No contra un simple mortal, ¡jamás!, sino contra el titán de las rancheras y emperador de los emprendimientos san dieguinos, el señor Francisco Cantú. Su delito, según la liturgia fiscal, es una obra de arte moderna titulada “Hostigamiento Mediático-Digital y Otros Ataques Reiterados”, una sinfonía ejecutada con maestría en el gran órgano de las redes sociales.
El letrado de la parte afectada, un hombre de leyes que seguramente duerme con el código penal bajo la almohada, expuso la tesis central: el mencionado bardo, quien alcanzó la gloria terrenal al compartir escenario con diosas descendidas del Olimpo pop en el espectáculo “GranDiosas”, había jurado, con épica homérica, no cesar en su persecución. La demandante, erguida como una matrona romana frente a la plebe, declaró el fin de una era: “¡Ya basta!”. Proclamó que se había normalizado el abuso retórico contra la mujer y que ella, en un acto de rebelión cósmica, ya no permitiría que la denigrasen por capricho. Su grito de guerra: “Aquí estoy haciendo lo que tengo que hacer”. Una frase que, sin duda, resonará en los anales de la lucha contra el comentario inconveniente.
El intrincado tapiz de la vida privada como bien de consumo público
Paralelamente, como en un guion de telenovela barata que la realidad supera con creces, la ciudadana Villarreal libra otras cruzadas. Una, contra su antiguo consorte, bajo la grave acusación de “violencia familiar”. Otra, en el frente filial, donde su vástaga, fruto de un pasado romántico con un actor, declara abiertamente su desdén hacia el nuevo consorte de su madre. Todo esto, por supuesto, es materia de interés periodístico vital para la salud de la república, un necesario recordatorio de que las vidas de los famosos son el espejo distorsionado donde el pueblo debe contemplar sus propias miserias.
La meteórica ascensión de un hombre hecho a sí mismo (y a sus publicaciones)
El acusado, don Francisco Cantú, es un monumento al espíritu emprendedor del siglo XXI. Desde 2021, decidió que su destino no era ser un desconocido y lanzó un sencillo titulado “Invisible”, en un acto de profunda ironía metafísica. Antes, ya cimentaba su leyenda compartiendo pruebas documentales de su opulenta existencia al norte de la frontera, presentándose como un magnate de negocios en San Diego. Su currículum artístico es una lista de asociaciones estratégicas: compartir escenario con Reily Barba, dejarse ver en los sagrados estudios de Multimedios, y, su mayor hazaña, integrar el elenco de “GranDiosas”. Allí, duetó con Ángela Carrasco en “Tan enamorados”, un presagio quizás de su posterior estilo comunicativo. Su single “Piernas quebradas”, protagonizado por Ivonne Montero, y sus posteriores revelaciones sobre idilios con varias colegas del espectáculo —afirmaciones recibidas con la misma credibilidad que un anuncio de crecepelos milagroso— completan el perfil de un hombre cuya carrera y polémicas son dos caras de la misma moneda, una moneda que él mismo acuña a diario en la fábrica de la notoriedad.
El ecosistema del escándalo: donde todos están conectados
Para demostrar que este no es un caso aislado, sino un síntoma de un ecosistema completo, el señor Cantú también ha tenido sus desavenencias con Romina Mircoli, hija de la finada Dulce, con quien habría mantenido un vínculo sentimental poco antes del trágico deceso de la artista. El círculo se cierra perfectamente: un mundo pequeño, donde las demandas, los desamores, las revelaciones y los programas de televisión forman un único y gran espectáculo. Un espectáculo donde la justicia es un acto más, la privacidad una reliquia antigua y la verdad, la primera víctima de la función.



















