El país de moda y otras fábulas para turistas desprevenidos

En un alarde de perspicacia digna de los más agudos oráculos, nuestra Excelsa Conductora anunció al universo que la Nación, por fin, ha alcanzado la cúspide de la existencia humana: estar de moda. No es por sus hospitales, sus escuelas o la paz en sus calles, virtudes todas demasiado pedestres y pasadas de temporada. El verdadero indicador de grandeza, nos reveló con la solemnidad de quien descubre un nuevo elemento químico, es que los extranjeros nos visitan en hordas, ávidos de beber de nuestro inagotable manantial de orgullo patrio empaquetado.

La Sacerdotisa Máxima de la Cuarta Metamorfosis explicó, entre cifras que bailaban como números de lotería, que el país es una potencia cultural. Claro está, una potencia que se reconoce a sí misma en los pueblos originarios, siempre y cuando su reconocimiento no interfiera con los megaproyectos del progreso. Vivimos, nos aseguró, un momento político único, una era tan singular que hasta la corrupción y la violencia parecen haberse puesto sus mejores galas para la ocasión, comportándose con una discreción conmovedora frente a los turistas.

“Es algo extraordinario”, proclamó, instando al pueblo a inflar el pecho con un orgullo nacional que, según parece, se exporta mejor que el aguacate. El récord histórico de visitantes, esos 8.3 millones de almas peregrinando hacia el sol y el folclor, fue exhibido como trofeo definitivo. ¿Qué son las carencias domésticas frente a la derrama económica de 2,440 millones de dólares? Moneda menuda, sin duda, para una nación que ha decidido monetizar hasta su propia alma.

La Suma Pontífice del Turismo, doña Josefina Rodríguez Zamora, secundó la epifanía con la precisión de una contable celestial. Octubre, nos informó, fue “el mejor de todos los años”. Los cruceros, esas ciudades flotantes del hedonismo, aumentaron un 8.9%, derramando un 12% más de divisas. Cada porcentaje, cada turista adicional, es un clavo más en el ataúd de la vieja idea de que la dignidad de un país se mide por el bienestar de sus ciudadanos y no por la fotogenia de sus playas.

Así, entre el humo incienso de las estadísticas y la coreografía de la autocomplacencia, se erige la nueva doctrina: México, el paraíso boutique. Un espectáculo perpetuo para el foráneo, donde la generosidad y calidez del pueblo son el producto estrella, cuidadosamente embalado en la narrativa de una transformación que, como toda moda, promete ser eterna justo hasta que llegue la próxima temporada.

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