En un acto de profunda relevancia antropológica para nuestro tiempo, un sumo sacerdote de la transmisión en directo, acompañado por una oráculo local de la creación de contenido, emprendió una sagrada peregrinación a uno de los templos modernos más reverenciados: un supermercado. No cualquier supermercado, sino uno mexicano, territorio exótico y fértil para la generación de engagement y la explotación de la sorpresa performativa.
El venerable Ibai Llanos, heraldo de lo efímero, se adentró en los sagrados pasillos con la solemnidad de un explorador victoriano, pero armado con una cámara y la imperiosa necesidad de monetizar su asombro. Cada estante, cada producto, fue escrutado no como un simple objeto de consumo, sino como una reliquia cultural lista para ser degustada, juzgada y convertida en contenido digerible para las masas digitales hambrientas de autenticidad prefabricada.
La eucaristía del consumo: probando los sacramentos locales
El ritual comenzó con el tamarindo, elevado a la categoría de “la cosa más rara”, una revelación tan profunda como si Colón hubiese declarado que la tierra era redonda. Acto seguido, la ceremonia tomó un cariz patriótico y contradictorio al examinar un jamón serrano, donde el veredicto fue que la versión colonial era “más seca”, estableciendo una jerarquía imperial de las grasas porcinas con la autoridad de un gourmet formado en la universidad de los streams.
El clímax de este drama gastronómico-social llegó con la ingesta de un nopal crudo. Ante este acto de barbarie cultural equiparable a comer una papa sin cocinar, el sumo sacerdote pronunció el dogma: “Es raro”. La oráculo nativa, en un intento fallido de salvar siglos de tradición culinaria, musitó que aquel acto de salvajismo no era el protocolo correcto, pero la cruda verdad (y el nopal) ya habían sido consumidos para deleite del público.
La liturgia de los “likes” y la salvación por las métricas
El peregrinaje continuó con la comunión de dulces y golosinas procesados: Duvalin, Bubulubu, Paleta Payaso. Cada uno, un absoluto eucarístico que convertía el azúcar y los colorantes en viralidad pura. Solo la fritanga enchilada hizo mella en el paladar del profeta, provocando un sufrimiento real y medible en escena, demostrando que incluso en el paraíso del contenido hay lugar para un pequeño purgatorio picante.
Al final, como en toda epopeya moderna que se precie, los dioses algorítmicos entregaron su veredicto: dos millones de reproducciones y más de setenta y nueve mil bendiciones en forma de “me gusta”. La misión estaba consumada. La cultura, reducida a una serie de reacciones faciales ante estantes llenos. La exploración, convertida en un producto de consumo más. Y las masas, felices de haber participado en un espectáculo donde lo trivial se viste con los ropajes de lo trascendental, y un viaje al supermercado se narra como si fuese la odisea de Ulises, pero con mejor SEO y patrocinio potencial.












