La fe resiste en Siria tras un atentado en una iglesia
DWEIL’A, Siria — El eco de una explosión aún resuena entre los muros de la iglesia Mar Elías. Aquí, donde el pasado junio un atacante suicida segó 25 vidas, cientos de fieles se congregaron en vísperas de la Navidad. Pero esta no era una celebración común. Era un acto de desafío, un memorial iluminado por la tenue luz de la fe en un país desgarrado. La pregunta que flota en el aire es incómoda y persistente: ¿Fue este un hecho aislado, o el presagio de una nueva y oscura etapa para las minorías en Siria?
Bajo la vigilancia de un reducido destacamento de fuerzas de seguridad, la misa del martes por la noche avanzó. En el patio exterior, la fachada se transformó. Donde antes hubo caos, ahora brilla un árbol de Navidad delineado con luces. Un examen más detenido revela su verdadero y desgarrador propósito: está adornado con las fotografías de las víctimas. Cada rostro es un recordatorio, una historia interrumpida. Este árbol no celebra un nacimiento; honra una partida.
Los héroes que cambiaron el curso de la tragedia
La investigación sobre lo ocurrido aquel domingo de junio pinta un cuadro de horror y valentía extrema. Entre los fallecidos, tres nombres emergen con fuerza de los testimonios de los congregantes: los hermanos Boutros y Gergis Bechara, y Milad Haddad</strong. Según múltiples relatos coincidentes, estos hombres identificaron al tirador y, con un valor temerario, lo enfrentaron y empujaron lejos del centro del templo, justo antes de que detonara su chaleco explosivo.
“Si no fuera por los tres, tal vez no quedaría ni una persona de las 400”, afirma con voz quebrada Imad Haddad, hermano de uno de los héroes, durante el encendido del memorial. Su declaración no es solo un elogio; es una evidencia crucial que redefine la narrativa del ataque, transformándolo de una masacre indiscriminada a un evento donde la acción humana mitigó el daño.
Pero detrás de cada héroe hay una familia destrozada. Thana al-Masoud, viuda de Boutros Bechara, describe con crudeza periodística la búsqueda frenética tras la explosión. Nunca encontró el cuerpo de su esposo; la deflagración lo hizo desaparecer. “No hay fiesta, ni este año, ni el próximo, ni el siguiente”, sentencia. Para ella, el consuelo solo llega con la convicción de que su esposo es un mártir. “Nuestro Señor los eligió para ser santos”, dice, mientras la evidencia de su dolor contradice cualquier noción de paz fácil.
Un ataque en un contexto político explosivo
Aquí es donde la investigación profundiza y los puntos aparentemente inconexos comienzan a conectarse. El atentado en Dweil’a no fue un evento aleatorio. Ocurrió en un momento crítico: un nuevo gobierno en Damasco, dominado por islamistas suníes tras la destitución de Bashar al-Assad, intentaba (al menos en el discurso) ganar la confianza de las minorías religiosas. El presidente interino, Ahmad al-Sharaa, lucha por ejercer autoridad real en un país fragmentado, lleno de facciones armadas.
Las autoridades atribuyeron el ataque a una célula del Estado Islámico (EI). Sin embargo, un grupo poco conocido, Saraya Ansar al-Sunna</strong, se adjudicó la autoría. El gobierno desestimó esto, calificándolo de fachada del EI. Esta confusión en la atribución no es un detalle menor. Para un periodista investigativo, plantea preguntas incómodas: ¿Fue una operación de un grupo residual? ¿Una maniobra de una facción local para sabotear la frágil estabilidad? La falta de una investigación transparente y de acciones concretas para desmantelar estas redes alimenta la desconfianza de la comunidad.
Los cristianos, que constituían alrededor del 10% de la población siria antes de la guerra, han sido un blanco recurrente. La contienda civil de 14 años, el auge del EI y la violencia sectaria provocaron un éxodo masivo. Ahora, muchos de los que se quedaron o regresaron, como Juliette Alkashi —quien volvió de Venezuela para casarse y luego perdió a su esposo en el ataque—, vuelven a considerar la huida. “Lo que vaya a pasar, pasará”, dice con una resignación que habla de un trauma colectivo.
Fe, miedo y la búsqueda de significado
Frente a este panorama, la reacción de la comunidad es un complejo mosaico. Algunos, como Hadi Kindarji, encuentran en el trauma una experiencia espiritual profunda, afirmando haber escuchado una voz divina de consuelo durante la explosión. Para ellos, incluso la violencia sin sentido se integra en un plan divino inescrutable.
Otros, como el sacerdote Yohanna Shehadeh, son más pragmáticos. Reconoce el miedo palpable, un “estado natural” que afecta no solo a los cristianos, sino a “todo el pueblo sirio, de todas las religiones”. Su honestidad desnuda la narrativa oficial de normalidad. Mientras el gobierno intenta proyectar control, en los bancos de la iglesia Mar Elías la ansiedad es un feligrés más.
REVELACIÓN FINAL: La verdad que emerge de Dweil’a no es solo la de una comunidad resiliente. Es la evidencia de una falla geopolítica profunda. El árbol de luces con fotos es un potente símbolo, pero también un monumento a la impunidad y a la incapacidad del nuevo orden sirio para proteger a sus ciudadanos más vulnerables. La fe de estos fieles es inquebrantable, pero su seguridad, según todos los indicios documentales y testimoniales, pende de un hilo. Esta Navidad, sus oraciones por la paz son, en esencia, un último y urgente llamado de auxilio ante un mundo que parece haberlos olvidado. La historia que comenzó con un estallido en junio está lejos de terminar; solo ha entrado en un nuevo y sombrío capítulo.













