En un sublime ejercicio de diplomacia cinética, el Gran Zar del Norte ha enviado a sus vecinos ucranianos un espectacular regalo de anticipación navideña: una constelación de más de seiscientos cincuenta ángeles metálicos (comúnmente llamados drones) y treinta y ocho mensajeros de buenas nuevas explosivas (misiles, para los profanos). Este gesto de fraternidad interestatal, ejecutado con precisión nocturna, logró iluminar el cielo y, en un contraste poético, sumir en la oscuridad trece regiones, además de acelerar el tránsito al más allá de al menos tres almas, incluyendo la de un pequeño de cuatro años cuyo pecado fue existir en el lugar y momento equivocados.
Las autoridades locales, demostrando una ingratitud supina, han tachado este operativo de acercamiento cultural como un “ataque”, ocurrido justo cuando el mundo civilizado se apresta a celebrar el nacimiento del Príncipe de la Paz. El mandatario Zelenskyy, desde su plataforma digital, se quejó amargamente de la pésima sincronización del evento, arguyendo que interfiere con los deseos familiares y las conversaciones de alto nivel donde, se supone, se discute con solemnidad cómo detener precisamente este tipo de intercambios fraternales.
He aquí la genial contradicción moderna: mientras en salones alfombrados se negocian treguas y se trazan líneas en mapas, en el mundo real se negocia con hierro y fuego, y se trazan líneas de destrucción. El Kremlin, en su infinita sabiduría, nos brinda una lección práctica de realpolitik: la verdadera mesa de negociación no tiene patas de madera, sino que vuela a baja altura y hace “boom”. El mensaje, envuelto no en papel regalo sino en metralla, es diáfano: la paz es un concepto admirable, siempre y cuando no interrumpa el sagrado derecho a hacer la guerra. La Navidad, con su molesto mensaje de amor al prójimo, es el marco perfecto para recordarnos cuán arcaicos son esos ideales frente al progreso del arte bélico del siglo XXI.













