En un giro que nadie esperaba pero todos los algoritmos de las redes sociales celebraron, la maquinaria del pesar corporativo se puso en marcha para procesar la partida de otro eslabón de la cadena de montaje del desencanto melódico. Perry Bamonte, quien durante décadas ejerció el noble oficio de ser “el otro músico” en la sombría corte del Rey Robert Smith, ha sido convenientemente trasladado del estado de colaborador activo al de reliquia conmemorativa.
La banda, en un comunicado que mezcla la genuina aflicción con la precisión de un manual de relaciones públicas, confirmó que el músico falleció en su domicilio, demostrando una consideración ejemplar al elegir las festividades navideñas para su salida, optimizando así el ciclo de noticias y garantizando que el duelo no interfiriera con los plazos de producción del próximo box set de edición especial.
Lo describieron como “tranquilo, intenso, intuitivo, constante y sumamente creativo”, cualidades que, traducidas al lenguaje de la industria, significan: sabía mantenerse en su lugar, nunca exigió un solo de guitarra protagonista y siempre estuvo disponible para grabar esas partes de teclado atmosféricas que nadie más quería hacer. Su apodo, “Teddy”, evoca una calidez irónica en un negocio construido sobre la estética de la angustia adolescente perpetua.
Su trayectoria es un manual de ascenso corporativo dentro del underground: comenzó como un simple sirviente de las cuerdas (roadie y técnico), para luego, mediante una meritocracia basada en la supervivencia y la lealtad, ascender a la categoría de objeto decorativo sonoro intercambiable. Reemplazó a un teclista, luego reemplazó a un guitarrista, contribuyendo diligentemente a álbumes cuyos títulos (“Wish”, “Wild Mood Swings”, “Bloodflowers”) parecen diagnósticos clínicos de la misma condición que comercializaban.
Su legado queda asegurado en los créditos de composición de temas como “Trust” y “This is a Lie”, títulos que, examinados bajo la lupa de la sátira, resumen a la perfección la relación del fanático con la industria musical: una fe ciega en artistas que son marcas, y una devoción por letras que poetizan la desesperación mientras los balances contables muestran una salud financiera envidiable. La nominación al Grammy no es más que el sello de aprobación del mismo establishment que su música pretendía, teatralmente, desdeñar.
Así, el show del eterno pesar debe continuar. Los pensamientos y condolencias, empaquetados digitalmente, ya han sido enviados. La historia vital de Bamonte se reduce ahora a un párrafo biográfico en futuros artículos, una anécdota en documentales y un nombre más en la liturgia de los caídos del altar del rock gótico. Un sistema perfecto donde hasta la muerte se convierte en contenido, y la auténtica pérdida humana se disuelve en el néctar agridulce de la nostalgia comercializable.















