En un sublime ejercicio de lógica geopolítica que haría palidecer a los más finos algebristas, un ciudadano particular, oriundo de uno de aquellos territorios que los mapas modernos pintan con la elegante tinta de la disputa, decidió, en un arrebato de pésima educación vial y peores modales, convertir su automóvil en un ariete y su persona en un improvisado carnicero. El saldo, según los notarios oficiales del conflicto, fue de dos almas enviadas prematuramente al gran archivo celestial y varios heridos, todos ellos víctimas colaterales de una idea fija.
Ante semejante afrenta a la sacrosanta paz de un viernes por la tarde, la maquinaria estatal, esa criatura burocrática de reflejos condicionados, no podía sino responder con la elegancia y mesura que la caracterizan. El Sumo Sacerdote del Ministerio de la Defensa, consultando el sagrado manual de procedimientos titulado “Ojo por ojo, y luego pedimos dos más”, ordenó de inmediato una represalia militar de proporciones bíblicas contra la región de donde brotó el malhechor. No se trataba, claro está, de un acto de venganza primitiva, sino de una sofisticada lección pedagógica administrada con precisión quirúrgica desde el aire: para educar a una aldea, a veces hay que arrasar su mercado.
La geometría moral del incidente en Beit Shean
Los cronistas de la ley, es decir, la policía, reconstruyeron el evento con la frialdad de un entomólogo describiendo el apareamiento de escarabajos. Todo comenzó en Beit Shean, donde el individuo, demostrando una comprensión literalmente aplastante de la teoría del conflicto, usó su vehículo para alterar demográficamente una acera, eliminando a un caballero de 68 años y magullando a un adolescente. Una acción tan puntual y local que, naturalmente, sólo podía ser respondida con una operación de castigo colectivo, porque en el sublime teatro de la guerra moderna, la responsabilidad es un bien comunitario que se riega como fertilizante sobre toda la población. Así se escribe, con fuego y hierro, la eterna fábula de la paz por medio de la aniquilación preventiva del prójimo.















