El circo de las llamas y la ilusión del peligro controlado

En un despliegue de pirotecnia digno de los más fastuosos teatros del absurdo contemporáneo, el ilustre hermano del siete veces coronado monarca del asfalto, Sir Lewis Hamilton, protagonizó un acto de supremo sacrificio—o quizá fue solo un percance mecánico—durante el ritual semanal del Campeonato Británico de Turismos. El evento, celebrado en el sagrado circuito de Silverstone, templo donde las masas adoran a los ídolos del carbono y la gasolina, ofreció a los fieles el éxtasis de tres carreras. Pero fue en la vigesimoctava revolución de la primera contienda cuando la divina providencia, o un cable mal puesto, decidió ofrecer un milagro laico: convertir el Cupra León del señor Nicolás Hamilton en una efímera pero espectacular hoguera.

Con una serenidad que solo la cuna dorada y el seguro a todo riesgo pueden proporcionar, el joven Hamilton de 33 primaveras ejecutó la maniobra más heroicamente mundana: abandonar el vehículo. La hazaña, coreografiada con la precisión de un ballet burocrático, evitó cualquier daño físico para el piloto, confirmando así la máxima sagrada de nuestra era: el peligro es un mero aderezo en el banquete del espectáculo, una salsa picante que se sirve para excitar los paladares anestesiados del público, pero cuyos ingredientes están tan controlados como las opiniones de un portavoz oficial.

He aquí la perfecta alegoría del sistema: máquinas que estallan en llamas controladas dentro de los límites de seguridad de un recinto vallado, mientras los hijos ilustres escapan ilesos, entre aplausos, para contarlo en las redes sociales. ¿Qué mejor metáfora para una civilización que embute el riesgo real en un envase de plástico con etiqueta de “emociones fuertes” y lo vende como entretenimiento dominical? El auto ardió, el hombre se salvó, el espectáculo must go on, y las masas, hechizadas, piden más panem et circenses, sin preguntarse quién paga realmente la gasolina de este circo.

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