El circo dorado del golf y sus acróbatas millonarios

El circo dorado del golf y sus acróbatas millonarios

Rory McIlroy se acerca a su cuarto título europeo consecutivo.

En el sagrado santuario del Jumeirah Golf Estates, donde el césped es más suave que las conciencias de los banqueros que lo financian, el gran Rory McIlroy emergió de su letargo burgués para ejecutar tres reverencias birdies en sus últimos cinco hoyos. Este prodigio le valió un glorioso 68, cuatro bajo el par de la realidad, permitiéndole compartir el Olimpo con el plebeyo danés Rasmus Neergaard-Petersen, quien probablemente aún cree que el “estilo de vida golfístico” incluye pagar la hipoteca.

El espectáculo vespertino degeneró en una orgía de igualdad transitoria, con ocho iluminados simultáneamente creyéndose merecedores del liderato. Los hermanos Hojgaard, gemelos en su ambición y probablemente en su contable, protagonizaron un drama fraternal digno de la mitología griega, si los héroes griegos hubieran medido su valor en patrocinios de relojes suizos.

Al caer el telón de la tercera ronda, McIlroy y su acompañante danés, cuyo apellido parece el resultado de un tecleo aleatorio, coronaban la tabla con 13 bajo par. Una hazaña que los sitúa un suspiro por delante de Tyrrell Hatton y otros cinco caballeros de fortuna, todos ellos profundamente preocupados por si el champagne de la victoria estará suficientemente frío.

En este microcosmos de capitalismo tardío, Hatton representa la única esperanza matemática de evitar que McIlroy consumre su cuarta coronación consecutiva en la Race to Dubai, una competición cuyo nombre evoca más una cacería de tesoros colonial que un deporte. El inglés necesitaría que el campeón del Masters sufriera un colapso existencial en el campo Earth, terreno donde McIlroy reina con la misma naturalidad con que un magnate del petróleo explota un yacimiento virgen.

“Sería una manera increíble de terminar la temporada”, declaró McIlroy con la modestia que caracteriza a quien tiene más trofeos que libros en su biblioteca.

Mientras tanto, Marco Penge, el eterno segundón de esta tragicomedia, disparó un 68 que lo mantiene a nueve golpes de la contienda real, aproximadamente la misma distancia que separa a un aristócrata de su mayordomo.

Pero la verdadera joya de este carnaval de privilegios es el propio Neergaard-Petersen, para quien un buen resultado podría significar la ansiada tarjeta del PGA Tour, el documento que separa a los mortales con talento de los semidioses con agentes. El danés confesó con candor casi revolucionario: “He tenido un gran objetivo este año de ver si podía ganar aquí”. Una ambición que, traducida del lenguaje golfístico, significa: “Anhelo unirme definitivamente al uno por ciento”.

El grupo de perseguidores incluye a diversas figuras de la aristocracia deportiva, todos ellos perfectamente conscientes de que en este teatro de lo absurdo, lo único más importante que ganar es aparentar que se está compitiendo democráticamente.

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