Deportes
El diluvio burocrático que anegó el espectáculo futbolero
Un aguacero desata un protocolo kafkiano y revela la verdadera prioridad del espectáculo deportivo institucionalizado.

En un acto de desafío climatológico que solo puede ser calificado de sublime insensatez, los dioses del balompié nacional, ofendidos quizás por la arrogancia de programar un rito sagrado en temporada de lluvias, descargaron su ira sobre el Coliseo de la Diosa de la Sabiduría. No era una simple precipitación pluvial; era una alegoría acuática, un torrente que ponía a prueba no el drenaje del estadio, sino el de la cordura institucional.
El partido entre la Máquina Celeste y los Diablos Escarlata, dos congregaciones de feligreses que adoran a un balón, fue víctima de un forcejeo cósmico-burocrático. El silbato inicial, ese sonido que marca el inicio del éxtasis colectivo programado, fue ahogado por los truenos de una naturaleza indómita que se negaba a seguir el guion televisivo.
Lo que siguió fue un ballet de lo absurdo. No bastaba con el sentido común de un niño de primaria que sabe que jugar con agua y luz puede terminar mal. Se requirió la intervención de un comité de sabios, posiblemente convocado bajo los cánones de la más pura tradición jerárquica, para dilucidar el profundo misterio de si un charco es, en efecto, mojado. La Protección Civil, esa noble institución normalmente ocupada en desastres reales, fue movilizada para medir, con precisión milimétrica, la profundidad de los charcos en el césped, en lo que constituye el ejercicio más costoso de hidrometría desde el Arca de Noé.
Mientras tanto, el rebaño de fieles, esos héroes anónimos del consumo de entretenimiento, fue sometido a una prueba de resistencia pasiva. Para apaciguar a las masas, un sumo sacerdote del audio, conocido como el DJ del estadio, fue desplegado como arma de distracción masiva, rociando el ambiente con ritmos pegadizos para hacer más digerible la espera. Era un claro mensaje: si no puedes darte el pan y el circo, al menos te daremos la banda sonora.
El verdadero partido no era entre Cruz Azul y Toluca; era entre la ilusión del control humano absoluto sobre el espectáculo y el humilde recordatorio de que un simple aguacero puede reducir la maquinaria del fútbol moderno a un esperpento de indecisiones y protocolos inflados. Una crítica metafórica perfecta a una sociedad que, ante el más mínimo imprevisto, requiere formar un comité, emitir un comunicado y poner música alta, esperando que el problema, como la ciudadanía crítica, se disipe por sí solo.

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