En un giro argumental que Jonathan Swift hubiera firmado como una de sus sátiras más descarnadas, el pequeño pueblo de Penonomé, Panamá, fue testigo de un milagro deportivo moderno. No fue el sudor de los atletas ni la estrategia de los coaches lo que decidió el Campeonato Continental de las Américas de Flag Football, sino un ente superior e inapelable: la lluvia.
La International Federation of American Football (IFAF), en un arrebato de lucidez divina, decretó que las selecciones mexicanas, tanto femenil como varonil, eran las merecedoras del oro. ¿El meticuloso proceso de toma de decisiones? Ver que el marcador iba 12-0 a favor de México contra Canadá en femenil y, acto seguido, observar cómo el aguacero no amainaba. Una lógica impecable, propia de los mejores comités orwellianos. Si la lluvia lo decreta, ¿quién es el mero mortal para cuestionarlo?
Así, sin necesidad de los tediosos y mojados trámites de patear un balón bajo el diluvio, el combinado tricolor se alzó con un doble cetro. La quarterback Diana Flores, ahora no solo líder del equipo, sino Suma Sacerdotisa de la Nueva Era del Deporte por Decreto Meteorológico, vio cómo su coronación se realizaba desde la comodidad de los vestidores. La final varonil contra los Estados Unidos, ese irrelevante detalle protocolario, fue sabiamente cancelada. ¿Para qué arriesgarse a una neumonía cuando se puede ganar por real decreto?
Este torneo, que otorgaba boletos para el Mundial del 2026, ha sentado un sublime precedente. ¿Quién necesita jugar los partidos? Basta con tener la bendición de los dioses de la lluvia y un comité organizador con una fe inquebrantable en el “ya iban ganando”. Una alegoría perfecta de nuestro tiempo: el triunfo no es para quien se esfuerza, sino para quien es bendecido por las circunstancias y por la burocracia deportiva que, en un acto de eficiencia surrealista, resuelve los problemas cancelándolos.