El divino castigo de los dioses del diamante

El divino castigo de los dioses del diamante

El momento en que la Providencia Béisbol, ofendida, descargó su ira sobre el equipo de los elegidos.

En un acto de justicia poética que solo el Sagrado Oráculo del Diamante podía concebir, Addison Barger, un simple mortal relegado a las sombras del banquillo, descargó el primer grand slam de un bateador emergente en los anales de la Serie Mundial. Este fenómeno, comparable a que un ciudadano común derrocara a un monarca con una honda, fue el primer golpe de la insurrección. Para rubricar la humillación, el mexicano Alejandro Kirk añadió un jonrón de dos carreras en una sexta entrada de nueve anotaciones, una orgía ofensiva que terminó con los Azulejos de Toronto apaleando por 11-4 a los Dodgers de Los Ángeles, los autoproclamados campeones defensores del universo, en el primer acto de esta tragicomedia global.

La sublevación comenzó con Daulton Varsho, quien, cargando el peso profético de su nombre (inspirado en Darren Daulton, receptor de los Filis contra los que Joe Carter conectó el jonrón que acabó la Serie Mundial de 1993), inició la remontada con un cuadrangular de dos carreras contra Blake Snell, un caballero que posee no uno, sino dos premios Cy Young, galardones que en ese momento parecieron tan útiles como un título nobiliario en una república.

Mientras el estadio vibraba con el regreso del Clásico de Otoño a Toronto después de una larga y penosa espera de 32 décadas (o eso parecía), la narrativa se tejió con la fina ironía de que los dioses del beisbol disfrutan repitiendo sus chistes favoritos, pero con un giro cruel para los que se creen sus elegidos.

Y hablando de elegidos, Shohei Ohtani, el mesías bifronte del béisbol moderno, conectó su primer jonrón en Serie Mundial con los Dodgers. Este acto de grandeza individual, sin embargo, ocurrió cuando su equipo perdía por nueve carreras, lo que lo convierte en el equivalente deportivo de reorganizar las tumbonas en la cubierta del Titanic. Fue su cuarto jonrón en dos juegos, una estadística sublime que brilla con luz propia en el frío y desolado paisaje de una derrota colectiva.

La multitud, ese tribunal voluble e implacable, mostró la profundidad de su filosofía coreando: “¡No te necesitamos!” cuando el astro japonés se acercó al plato en la novena entrada. Esta misma masa, que meses antes probablemente habría vendido su alma por verlo vestir de azul, demostró que en el altar del deporte profesional, el amor eterno tiene la duración de un contrato no firmado. Es la lógica del mercado aplicada a la devoción: si no eres nuestro ídolo, automáticamente te convertiste en nuestro villano.

En un giro que la burocracia celestial aprobó, Bo Bichette, quien había estado convaleciente de un esguince en la rodilla, fue milagrosamente activado para la serie. “He estado trabajando toda mi vida para esto”, declaró, una frase que, fuera de contexto, podría aplicarse a cualquier ser humano aspirando a pagar su hipoteca, pero que en este circo mediático se convierte en un grito épico.

El segundo capítulo de esta epopeya en siete actos se celebrará en el sagrado recinto del Rogers Centre, donde sin duda los fieles acudirán a adorar a sus nuevos héroes y a vilipendiar a sus antiguos ídolos, en un ciclo perpetuo de fe, traición y redención que se mide en strikes, bolas y jugosas primas de contratación.

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