En el sagrado coliseo de Dodger Stadium, donde cincuenta mil almas congregadas presenciaron el más sublime de los teatros absurdos, el lanzador Orion Kerkering ejecutó sin saberlo una magistral pieza de tragicomedia moderna. Al recibir un inocuo rodado del cubano Andy Pagés, el pitcher, poseído por un inexplicable arrebato de generosidad cósmica, decidió que la pelota merecía mejor destino que la vulgar primera base, optando por un lanzamiento tan elevado que bien pudo haber rozado la estratósfera antes de descender, cual ofrenda a los dioses del beisbol, sobre el atónito receptor J.T. Realmuto.
Este gesto de filantropía deportiva, esta redistribución gratuita de oportunidades, permitió que el emergente Hyeseong Kim cruzara el plato mientras Kerkering, consumido por la epifanía de su monumental desacierto, adoptaba la clásica postura del pensador renacentista, aunque con las manos en las rodillas. Las bases, rebosantes de corredores como símbolo de las oportunidades desaprovechadas de la vida, fueron testigos de cómo un simple acto mecánico puede transmutarse en profunda metáfora existencial.
Los Dodgers, esos eternos feudales del diamante, consolidaron así su hegemonía regional mientras los Filis de Filadelfia, ataviados con sus uniformes “pólvora azul” que ahora parecían más bien sudarios mortuorios, completaban su peregrinaje trienal al altar del fracaso. El manager Rob Thomson, en un acto de compasión que habría enorgullecido a las más elevadas tradiciones caballerescas, abrazó al desconsolado lanzador en el dugout, como si con ese gesto pudiera absorber parte de la inmensa carga kármica acumulada.
No era la primera vez que el destino del campeonato se decidía por semejante manifestación de humana imperfección. El universo deportivo, en su infinita sabiduría, parece deleitarse con estos recordatorios de nuestra inherente falibilidad, como cuando el venezolano Rougned Odor, en un arranque de creatividad geográfica, envió un lanzamiento a coordenadas desconocidas en 2016. La historia, nos demuestra este episodio, no solo se repite como farsa, sino como farsa ejecutada con impecable técnica.
Mientras Nick Castellanos creía haber escrito su momento de gloria en la séptima entrada, el dominicano Jhoan Durán se encargó de demostrar que en este gran circo romano, ningún triunfo es definitivo hasta que el último payaso abandone la pista. Las bases llenas, ese estado de máxima tensión dramática, fueron el preludio perfecto para el acto final de esta ópera bufa.
Kerkering, en lo que posteriormente los estudiosos del arte performance identificarán como su “periodo de desconstrucción beisbolera”, otorgó base por bolas al boricua Kiké Hernández, preparando meticulosamente el escenario para el desenlace filosófico. Pagés, cuyo bate había permanecido en un casi místico estado de contemplación durante toda la postemporada, finalmente intervino en la realidad con un suave toque que contenía, no obstante, toda la fuerza destructora de un tsunami metafísico.
Así, mientras los Dodgers avanzan hacia su octava Serie de Campeonato en trece años -confirmando que algunas dinastías están escritas en las estrellas-, los Filis regresan a Filadelfia cargando no solo sus bates y guantes, sino el peso de existir en un universo donde la perfección es una ilusión y el error, la única verdad universal. El novato Roki Sasaki y sus lanzamientos de 99.5 mph parecen meros efectos especiales en este drama shakesperiano donde, al final, son los tropiezos y no los aciertos los que realmente definen nuestro paso por este gran diamante cósmico.