El exilio doméstico de los estrategas mexicanos en su propia liga

En el glorioso y autónomo reino del balompié nacional, donde la soberanía deportiva brilla con la intensidad de un reflector apagado, se ha decretado una nueva y emocionante política de inclusión inversa. Para el próximo certamen, la Liga MX, en un alarde de cosmopolitismo y desprecio por lo autóctono, ha reservado la exótica cuota de tres puestos en los dieciocho tronos del strategos para nativos del país. ¡Tres! Una cifra tan generosa que casi requiere lupa para ser apreciada, un verdadero homenaje a la capacidad local, relegada al rol de pieza de museo en su propia casa.

Hace ya un lustro, en una era mitológica conocida como “La Pandemia”, un espécimen llamado Ignacio Ambriz logró, quizás por un error administrativo o un milagro estadístico, alzar un trofeo. Desde aquel accidente histórico, la probabilidad de que un cerebro criollo repita la hazaña se ha reducido a la misma posibilidad de encontrar un argumento coherente en un discurso de propietario. Las oportunidades, esa moneda de cambio tan escasa como la humildad en una junta directiva, han emigrado a países con acentos más melodiosos y currículos más exóticos.

La peregrina cuestión de la escasez de oportunidades

En estas festividades, los técnicos mexicanos, cual niños buenos del folclore navideño, susurran sus peticiones al oído de un Santa Claus que invariablemente resulta ser un director deportivo con pasaporte extranjero. Su único deseo: que se les permita jugar en su propio patio, con juguetes de calidad y sin que un adulto extranjero les diga constantemente cómo usarlos. Mientras, una legión de iluminados sudamericanos —Cocca, Jardine, Mohamed—, portadores de la sagrada “garra” y el “fútbol champagne”, han sido coronados como los nuevos chamanes del rectángulo verde, robando no solo el protagonismo, sino hasta el oxígeno de las ruedas de prensa.

El panorama para los tres mosqueteros tricolores —Ambriz, Juárez, Ramírez— es tan prometedor como un campo de juego sin porterías. Uno apuntala un proyecto con la solidez de un castillo de naipes, otro espera culminar lo que parece ser el acta de defunción de un club, y el tercero navega aguas universitarias. La posibilidad de campeonar para ellos es tan real como una ofensiva organizada en tiempo de descuento.

Un futuro brillante, como un balón desinflado

Los estrategas nacionales han sido olvidados por los Reyes Magos, por el Espíritu Navideño y hasta por el repartidor de pizzas. No obstante, abrigan una esperanza tan firme como irracional: que el año 2026, precursor de un Mundial, les traiga un milagro. Mientras tanto, los clubes, en un sublime ejercicio de ironía, se afanan en reforzar sus plantillas con talento… buscando, cómo no, en el extranjero o en contados prodigios locales que pronto serán exportados. La directiva de los Pumas, por ejemplo, busca un jugador que pueda cubrir “al menos un par de posiciones”, una metáfora perfecta de lo que se exige al técnico mexicano: que sea un hombre orquesta, un ilusionista y un chivo expiatorio, todo en uno, y por el precio de uno solo.

Así, en el gran teatro del fútbol mexicano, se representa la tragicomedia favorita de la patria: la de desconfiar del hijo para venerar al invitado, la de exportar materia prima e importar el manual para usarla. Un espectáculo donde el técnico local no es más que un actor de reparto en la obra de su propia vida, esperando entre bambalinas un guion que nunca llega, mientras el público ovaciona a los foráneos que, con suerte, se quedarán lo suficiente para aprender a pronunciar “chingar”.

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